Nos proponíamos visitar a un reyezuelo timorato. Pendía del asentimiento de la Gran Bretaña.
Mandó, para facilitarnos el viaje, una escolta de sus ministros, vestidos de seda amarilla. Montaban un barco fluvial, canoa de guerra, semejante a una mariposa desplegada. ¡Tan original era el aderezo de sus velas!
Teníamos siempre a la vista alguna pagoda de forma de campana, situada en una tregua del bosque. La naturaleza tropical soltaba el coro de sus voces innumerables y lo gobernaba el grito de un mono colgado por una sola mano. Los ministros del reyezuelo aumentaban la batahola sonando una música de carraca y tambor.
Superamos los rodeos del majestuoso caudal de agua y llegamos al palacio de nuestro personaje, edificio de estilo quimérico, en medio de una salva de cañones desusados. Los espantajos del sueño y las fieras del desierto constituían los motivos ornamentales de la arquitectura. El rey incorporaba su propio nombre, una serie de calificativos y atributos sanguinarios, holganza de su vanidad ingenua.
Nos recibió cortésmente y se dio por satisfecho con nuestro saludo prosternado. Nos recitó, en la primera entrevista, los preceptos relativos a la cólera y al orgullo, para darnos una idea de las doctrinas de su raza.
Nos invitó, la noche siguiente, al pasatiempo de un drama. La decoración poseía un olvidado sentido litúrgico y los parlamentos, iguales y prolijos, componían la historia de una venganza. El conflicto se desenlazaba por medio de un acaso inverosímil y la ilusión dramática cedía el puesto a un desmán efectivo. Una mujer del serrallo, malquista del rey, desempeñaba el papel más odioso y fue enterrada viva.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte