El doncel indiferente pregona desde una balsa los cereales de la campiña. Sortea la angostura y el vórtice del río sedentario. Un sombrero de paja de arroz defiende su persona lisa, escultural.
Un anciano de ojos vacíos ejecuta una música desoladora en su caramillo de bambú. Vive de limosna a la puerta de mi tienda de abalorios de laca y de porcelana. Refiere alguna vez su cautiverio en el escondite de unos salteadores encarnizados con su vista, recelosos de su práctica del terreno.
Ejercito el menester igual de comerciante en una ciudad mustia. No alcanzo ningún esparcimiento sino la muerte de un mendigo en la vía pública y la cremación de su cadáver en medio de una algazara de pilletes o bien el suplicio de un parricida estrujado y desarticulado sagazmente por el verdugo.
El doncel me debe su crianza. Yo lo salvé de sucumbir en medio de unas ruinas, durante una guerra con los piratas de Europa. Las armas del invasor devastaron el puente de mármol de una metrópoli e imprimieron el tinte del carbón y del hollín sobre las efigies de unos leones decorativos. Yo descubrí al instante en una cesta de mimbre, abandonado de sus servidores en un vergel de camelias y hortensias. El humo de la batalla ofendía la glicina rozagante, de guirnalda aérea, de flor azul.
El anciano de los ojos vacíos alienta mi esperanza en los efectos del bien y me promete una gracia de la fortuna. Ignora mi diligencia en defender a un niño privilegiado.
He seguido la conducta de un pescador en un episodio honesto e imagino la visita de una princesa de semblante de marfil, atribulada con el extravío de un hijo. Sus dones deben de rescatarme de la penuria.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte