Teseo persiguió el ejército de las amazonas, cautivó su reina y la sedujo. La tropa de las mujeres huyó sobre el Bósforo congelado, montada en caballos de alzada soberbia. Una de ellas murió en el sitio de su nombre, donde los atenienses la recuerdan y la honran. Las fugitivas volvieron a perderse en la estepa de su nacimiento, socorridas de la brumazón.
Un autor anónimo refiere las valentías del hijo de Teseo y de la amazona cautiva. Se atrevió a solicitar el amor de la sacerdotisa de un culto severo, dedicado a una divinidad telúrica, reverenciada y temida por los esclavos asiáticos.
El joven licencioso contrajo una rara enfermedad de la mente y vagaba delirando por la ciudad y su campiña, amenazando con volverse lobo.
Teseo escucha el parecer de viajeros memoriosos, habituados a la nave y a la caravana, y manda por un médico hasta el valle del Nilo.
El sabio se presentó al cabo de un mes y consiguió sanar al mozo delirante por medio de la palabra y envolviéndolo en el humo de una rasina balsámica.
Teseo fiaba en la medicina de los egipcios y los tenía por el pueblo más sano y longevo de la tierra.
El médico dejó, en memoria de su paso, una efigie de su persona. Yo la he visto entre los simulacros y ensayos de un arte rudimentario.
La figura del egipcio, de cráneo desnudo, mostraba la actitud paciente y ensimismada de un escriba de la nación.
#EscritoresVenezolanos (1929) Las del formas fuego