El rey desvariado preside la corte y juzga las controversias al pie de un álamo de plata, en el territorio de lontananza fúnebre.
Un ave locuaz, presente de un rústico, imita la voz humana e imprime un sesgo al pensamiento fortuito del rey.
El médico judío, alumno de una escuela de Italia e inspirado en sus versos leoninos, desea restablecer la salud. Cumple de ese modo con los méritos de Carlomagno, autor de la cultura, ascendiente de las casas reales. Aprecia los efectos del eléboro de los antiguos, hallazgo de un simple, y maravilla sus flores originarias del manto del invierno patriarcal o de su barba fluida.
El rey siente, después del ocaso, el vuelo rumoroso de las almas en solicitud del infinito y se imagina en una selva alegórica, donde una beldad imposible se distingue del paisaje tenue.
Un hada, según los trovadores, viene furtiva de Bretaña, el país de las siete florestas, a ocupar la mente inválida. Un obispo reconoce en la forma espiritual un trasunto de la Virgen María y se abstiene de corregir el dispendio del rey en hábitos flamantes, costumbre de enamorado. San Eloy, afecto de la piedad caballeresca, se vestía de las estofas más ricas del Asia, durante su vida en el castillo del rey Dagoberto.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte