José Antonio Ramos Sucre

El selenita

Yo no sabría distinguir, en las cartas más fieles de los náuticos, dónde se hallaba la isla de mi cautiverio. Debe de aparecer con el nombre de un arrecife. La luna deprimía su vuelo a través de la oscuridad e inspiraba la ilusión de comenzarlo desde una torre impenetrable. Yo me recliné sobre su escalinata pulverulenta y fui adormecido por el pífano de un pastor de bisontes. Soñé con una doncella de otras edades y con un vestigio de su breve estancia en la isla de los torrentes. La reliquia de su paso, oculta en unos escombros olvidados, podía restituirme al seno del mundo civil.

   Ignoro si yo había despertado cuando emprendí la desmanda quimérica, la vía de la sierra. No me dejé espantar de unas mujeres bellas e irascibles, reunidas en tumulto y armadas de tallos y de ramos de ortigas.

   El hechizo del pífano me suspendía en los aires y yo volaba, convertido en una sustancia leve, sobre los roquedos y precipicios. La isla estaba desierta y los residuos solemnes de una raza difunta no se daban sino en la cima de los montes incólumes.

   Yo encontré un anillo de oro, la prenda augurada, entre las ruinas de un alcázar, vivienda rupestre, en donde circulaban todavía el estampido y el humo de un rayo.

#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte

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