Después de la trompa épica, más elefantina que metálica de nuestros románticos, que recogieron la gesticulación de los Quintana y los Gallegos, vino en nuestra generación una repugnancia exagerada hacia el himno largo y ancho, hacia el tono mayor. Llegaron las flautas y los carrizos, ya no sólo de maíz, sino de arroz y cebada... El tono menor fue el bienvenido, y dejó sus primores, entre los que se cuentan nuestras canciones más íntimas y acaso las más puras. Pero ya vamos tocando al fondo mísero de la joyería y de la creación en acónitos. Suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos indígenas o la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse a esos materiales formidables.
Nuestro cumplimiento con la tierra de América ha comenzado por sus cogollos. Parece que tenemos contados todos los caracoles, los colibríes y las orquídeas nuestros, y que siguen en vacancia cerros y soles, como quien dice la peana y el nimbo de la Walkiria Terrestre que se llama América.
Lo mismo que cuando hice unas Rondas de niños y unas Canciones de Cuna, balbuceo el tema por vocear su presencia a los mozos, es decir, a los que vienen mejor dotados que nosotros y “con la estrella de la fortuna” a mitad de la frente. Puede que, como en el caso anterior, el que entendió la señal siga la ruta y alcance el logro. Yo sé muy bien que doy un puro balbuceo del asunto. Igual que otras veces, afronto el ridículo con la sonrisa de la mujer rural cuando se le malogra el frutillar o el arrope en el fuego...
El que discuta la necesidad de hacer de tarde en tarde el himno en tono mayor, sepa a lo menos que vamos sintiendo un empalago de lo mínimo y de lo blando, del “mucígalo de linaza...”
Si nuestro Rubén, después de la Marcha Triunfal (que es griega o romana) y del Canto a Roosevelt que es ya americano, hubiese querido dejar los Parises y los Madriles y venir a perderse en la naturaleza americana por unos largos años –era el caso de perderse a las buenas– ya no tendríamos estos temas en la cantera; estaríamos devastados y andarían entonando el alma del mocerío. Llega el escuadrón de mozos sin mucho gusto que digamos del “Aire Suave” o de la Marquesa Eulalia. Tiene razón: el aire del mundo se ha vuelto un puelche (*) violento y el mar de jacintos se muda de pronto en el otro mar que los marinos llaman, acarnerado.
* Puelche: viento de la Patagonia.