Gabriela Mistral

Marta y María

Nacieron juntas, vivían juntas,
comían juntas Marta y María.
Cerraban las mismas puertas,
al mismo aljibe bebían,
el mismo soto las miraba,
y la misma luz las vestía.
 
   Sonaban las lozas de Marta,
borbolleaban sus marmitas.
El gallinero hervía en tórtolas,
en gallos rojos y ave-frías,
y, saliendo y entrando, Marta
en plumazos se perdía.
 
   Rasgaba el aire, gobernaba
alimentos y lencerías,
el lagar y las colmenas
y el minuto, la hora y el día...
 
   Y a ella todo le voceaba
a grito herido por donde iba:
vajillas, puertas, cerrojos,
como a la oveja con esquila;
y a la otra se le callaban,
hilado llanto y Ave-Marías.
 
   Mientras que en ángulos encalado,
sin alzar mano, aunque tejía,
María, en azul mayólica,
algo en el aire quieto hacía:
¿Qué era aquello que no se acababa,
ni era mudado ni le cundía?
 
   Y un mediodía ojidorado,
cuando es que Marta rehacía
a diez manos la vieja Judea,
sin voz ni gesto pasó María.
 
   Sólo se hizo más dejada,
sólo embebió sus mejillas,
y se quedó en santo y seña
de su espalda, en la cal fría,
un helecho tembloroso
una lenta estalactita,
y no más que un gran silencio
que rayo ni grito rompían.
 
   Cuando Marta envejeció,
sosegaron horno y cocina;
la casa ganó su sueño,
quedó la escalera supina,
y en adormeciendo Marta,
y pasando de roja a salina,
fue a sentarse acurrucada
en el ángulo de María,
donde con pasmo y silencio
apenas su boca movía...
 
   Hacia María pedía ir
y hacia ella se iba, se iba,
diciendo: “¡María!”, sólo eso,
y volviendo a decir: “¡María!”
Y con tanto fervor llamaba
que, sin saberlo ella partía,
soltando la hebra del hábito
que su pecho no defendía.
Ya iba los aires subiendo,
ya “no era” y no lo sabía ...

Locas mujeres

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