Gabriela Mistral

La tenca

Como que ella nada fuese
por la color deslavada,
quédate bajo el peral
hasta que cante en su rama.
 
—¿Y cuánto espero? ¿Hasta que
de cantar le dé la gana?
 
—Pero no nos ve y por eso
ya empieza desaforada.
 
—Mama, mejor canta el tordo
cuando mira a su nidada.
 
—Qué ganas de hacer disputa,
mi niño, cuando eso canta.
Aunque cantaban arriba,
yo bajé de donde estaban
y bajé, chiquito, sólo
por ver mi primera Patria,
y porque te vi vagar
como los cuerpos sin alma.
Calla tú ahora, que ya
no revuela y canta y canta.
¿Le has matado alguna cría?
Di.
—Pero esa no cantaba.
 
—No cantan cuando es tu antojo,
sino haciendo la nidada.
 
—Tanto que ya me enseñaste,
pero no a cantar tonada.
¿Tú no aprendiste a cantar
con esos que arriba cantan?
 
—Cuando ya calle la tenca
sigues tú. ¿No dices nada?
Tan lindo cantó la madre
que yo, fijo, la escuchaba,
trepándome a sus rodillas
y escuchando embelesada.
El canto no me dormía,
que fui niña desvelada.
Pero calla y déjame
oírme esa bienhadada.
 
—¿Bienhadada dices? –Sí.
Tal vez ellas tengan hada.
 
—Pero fuiste tú la que
me contaste que no hay hadas.
 
—Porque querías hallártelas
y no se buscan, que se hallan...
 
—Siempre, siempre tu diciendo
un sí y un no. ¿Por qué, Mama?
 
—Porque algunas cosas son
a la vez buenas y malas,
tal como ocurre con hojas
de un lado aterciopeladas
y con el otro te dejan
con la palma ensangrentada.
Casi no parecen hojas,
parecen mujeres malas.
Preferido o celebrado por...
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