Oye, ¿qué gime o qué llora?
Dime, dime, ¿qué le pasa?
Corre adentro del trigal
pero a trechos se descansa.
Es más grandota que pájaro
y lleva críos. ¿Es mama?
—A esas que corren las mientas
la Keu y la “Copeteada”
y andan desde el viejo tiempo
de poetas alabadas.
¡Y tú te ibas, como loco,
a coger a la cuitada!
Mírala, ella va corriendo
para cubrir su pollada.
—Mama, ve, no es para tanto,
le tocó ser gorda y parda.
—La hubo también y la hay
rojiza y aleonada.
Yo me quiero a la nortina
copetuda y agraciada.
—Mira qué gracia le da
lo de estar toda jaspeada.
Ya no se ve, siempre, siempre,
ha de pasar que me llamas
en el momentito mismo
de darle la manotada.
¡Cada bicho me lo asustas
y yo regreso sin nada!
—¡Ay, tienes tiempo sobrado
para hacer la villanada!
Los hombres se sienten más
hombres cuando van de caza.
Yo, chiquito, soy mujer:
un absurdo que ama y ama,
algo que alaba y no mata,
tampoco hace cosas grandes
de ésas que llaman “hazañas”.
—Es que tú no eres “de veras”,
y andas..., sí, como trocada.
Repíteme el nombre de ésa.
—Tiene varios, Keu la llaman.
Keu, Keu, allá en Atacama,
tuya i mía. Di: “Keu, Keu”
¡Tiene no sé qué de gracia!
En cuanto suben los trigos
y el maíz bate su caña,
un rumorcillo va y viene
que nos vuelve y que nos para
y nos persigue la vista
y a los tres nos ataranta.
Es doña Perdiz que busca
como comadre azorada,
porque, ¡oye! la ambiciosa
tiene el nido y la pollada.
Vuela y corre, para y sigue
de tres críos azorada.
Y menos vuela que corre,
porque ella nació pesada.
Corre y vuela con el pico
lleno de trigo y de granza.
—Mama ¡pero qué mal vuela!
¡casi la cogemos, mama!
Con que corramos ligero
le atrapamos la nidada.
—Pero vuelan, sí, también,
por la estación azoradas
las grandes señoras que
llaman apenas “torcazas”
y que son gruesas y hermosas
como las mejores damas.
¡Qué bien comidas parecen,
qué cortitas, pero qué anchas,
con nutridas plumazones
como de manos pintadas!
Ellas a la vez parecen
señoronas y aniñadas...
Un gritito corto nos
denuncia a las azoradas
y corren y medio vuelan
a la vez torpes y rápidas.
¡Qué vocecilla que tienen
estas señoras pintadas!
No te pongas a correrlas,
porque a la madre atarantas.
Ya basta con que el hambriento
las rastree hasta encontrarlas.
Ya corre, ya te despista,
ya se pierde, ya está salva.
Óyeles el tierno pío
que es mitad queja y llamada.
¡Cómo podremos tumbar
niña tan llena de gracia!
Se ve su “postura” con
cuatro huevecillos: ¡nada!
¡Que está cayendo la tarde
y vuelven a la nidada!
Una quisiera tenerme
sobre el pecho o en las faldas,
pero si me las atrapo
¡qué vergüenza de la hazaña!
Chiquito, ésa es la tórtola,
siempre corriendo apurada
por los “malhoras” que pasan
con diez hambres atrasadas.
Mejor fuera, si las cogen,
llevarlas a nuestras casas,
casi, casi, casi mansas.
—Mama, parece que lloran.
—Cállate que se atarantan.
Unas medran en la puna
y otras viven en las playas.
Yo creo que son los trigos
los que las cubren y amparan.
¡Ay, ay! me dan tal mirada
que apenas las he cogido
me las suelto avergonzada...
—Te pones tonta tú, dámelas.
¿No ves que cuesta atraparlas?
—¡Ah! ¿también tú? Sí, también
te aficionas a la “hazaña”
de matar cuanto te encuentras
por cerros y por llanadas.
—Pero si todos los niños,
toditos, te digo, matan.
¿Qué se te ocurre que coman
si está la carne tan cara?
—Ya me sé la cantilena.
—No te vuelvas chocha, mama,
ellas se comen la hierba
como unas desesperadas.
—Deja que maten los otros;
tú, mi chiquito, no lo hagas.
—Como tú no comes nunca
de esto no comprendes nada.
Te hago caso algunas veces
cuando hablas como hablabas,
cuando eras de carne y hueso
y vivías en las casas...
Ahora las gentes dicen
que eres cosa trascordada...
—¡Cómo te echan a perder
las comadres cuando te hablan!
Eres uno caminando
conmigo, la mano dada,
pero en cuanto te me escapas,
te me vuelcas como un jarro
y mudas de rostro y habla.
—Oye, pobrecita, óyeme:
ahora ya sé lo que pasa.
Me han contado las comadres
que tú eras, que tú fuiste,
que tuviste nombre y casa,
y bulto, y país y oficio;
pero ahora eres nonada,
no más que una “aparecida”,
bulto que mientan fantasma,
que no me vale de nada.
—Sí, mi niño, yo sabía
que vendría una mañana
en que tu manita diestra
se soltaría asustada
de palpar y darte cuenta
de que es mano de fantasma...
Yo te vi sobre el desierto
como la liebre extraviada
y bajé, sin más, bajé
como la flecha apuntada.
Los hombres no quieren, no,
ver que marchan con fantasmas,
aunque así van por las rutas
y viven en sus moradas.
Yo te dejo, sin dejarte,
yo habré dos vidas bizarras;
llevaré el color del aire
y del mero aire las hablas.
Te haré cantar a la alondra
porque no escuches la rana;
te enseñaré a deletrear
la callada Vía Láctea,
te haré olvidar en el sueño
a la muerte malhadada.
—Oye, por qué a veces, vos
calláis, mi mama-fantasma,
y parece..., sí, parece
que contra alguno porfiaras.
Yo no veo a nadie, pero
es como que a alguien hablaras.
Sin razón de cargar nada,
el andar se te relaja.
Parece que respondieses
y yo no veo a quien hablas.
—Menos te pregunta tu ángel
guardián y te cuida y calla...
¿Y para qué has de saber
el nombre de tu “compaña”?
Muy bien que nos avenimos,
legua a legua, marcha a marcha.
Cuando se muera el camino
como raya cancelada
y llegues tú adonde ibas
te lo sabrás sin palabras.
Vuelva la cara a tu diestra
que hay un árbol de castañas
y puedes encaramarte
y no te va a pasar nada.
Yo de abajo te sostengo
sin más que darte mi espalda.
—¡Pero tú no tienes fuerzas,
mama. No tienes ni espaldas!