Antes que él eche a andar, está quedado
el viento Norte, hay una luz enferma,
el camino blanquea en brazo muerto
y, sin gracia de amor, pesa la tierra.
Y cuando viene, lo sé por el aire
que me lo dice, alácrito y agudo;
y abre mi grito en la venteada un tubo
que le mima y le cela los cabellos,
y le guarda los ojos del pedrisco.
Vilano o junco ebrio parecía;
apenas era y ya no voltijea;
viene más puro que el disco lanzado,
más recto, más que el albatrós sediento,
y ahora ya la punta de mis brazos
afirman su cintura en la carrera...
Pero ya saben mi cuerpo y mi alma
que viene caminando por la raya
amoratada de mi largo grito,
sin enredarse en el fresno glorioso
ni relajarse en los bancos de arena.
¿Cómo no ha de llegar si me lo traen
los elementos a los que fui dada?
El agua me lo alumbra en los hondones,
el fuego me lo urge en el poniente
y el viento Norte aguija sus costados.
Mi grito vivo no se le relaja;
ciego y exacto lo alcanza en los riscos.
Avanza abriendo el matorral espeso
y al acercarse ya suelta su espalda,
libre lo deja y se apaga en mi puerta.
Y ya no hay voz cuando cae a mis brazos
porque toda ella quedó consumida,
y este silencio es más fuerte que el grito
si así nos deja con los rostros blancos.