Porque no tengo bosque sobre el pecho
ni gracia de hojarasca en que dormirme
yo me cuelo, furtiva como el Tlaloc
por puertas vanas del aserradero.
Son el ciprés y el pino-araucaria
y el haya que de esbelta casi danza,
y el cedro del Poeta-Rey, y el fresno
palpitante y el pino embalsamado.
Huelo el olor,
vaho al llegar, ahora bocanada;
lloran un lloro escocedor y lento,
lloran sin voz como el santo o el loco.
Llenos de ojos están y de mirada,
y oyéndose más vivos en su muerte.
Todos son diferentes y los mismos
como los Once de la Última Cena.
Ya se están olvidando de su nombre
y de sus copas como el trascordado
y me apego a su oído, por decirles:
“tú el roble”, “tú la encina”, “tú mi cedro”,
y llamo al viento para que los alce,
pero él tan sólo zumba a sus espaldas.
Tantos son que recobro a cuantos tuve,
a mi bautizador descabezado,
a mi Bartolomé mondo y sin rostro
y a mi dulce Miguel sacrificado,
a cada nombre los nombro y repaso
y los vuelvo a nombrar porque se acuerden.
Pecho con pecho yo les voy diciendo:
“Ya fuimos, ya cruzamos trebolares,
ya echamos flor y resollamos gomas,
ya cantamos al canto que trajimos
en el limo feliz o en la salmuera,
ya amparamos, ya fuimos y pasamos
según la ley del hombre y de los pinos”.