Trémulo y achacoso
a fuerza de años un león estaba;
hizo venir los médicos, ansioso
de ver si alguno de ellos lo curaba.
De todas las especies y regiones
profesores llegaban a millones.
Todos conocen incurable el daño;
ninguno al Rey propone el desengaño;
cada cual sus remedios le procura,
como si la vejez tuviese cura.
Un lobo cortesano
con tono adulador y fin torcido,
dijo a su Soberano:
«He notado, señor, que no ha asistido
la zorra como médico al congreso,
y pudiera esperarse buen suceso
de su dictamen en tan grave asunto.»
Quiso su Majestad que luego al punto
por la posta viniese:
Llega, sube a palacio, y como viese
al lobo su enemigo; ya instruida
de que él era el autor de su venida,
que ella excusaba cautelosamente,
inclinándose al Rey profundamente,
dijo: quizá, Señor, no habrá faltado
quien haya mi tardanza acriminado;
mas será porque ignora
que vengo de cumplir un voto ahora,
que por vuestra salud tenía hecho;
y para más provecho,
en mi viaje traté gentes de ciencia
sobre vuestra dolencia.
Convienen pues los grandes profesores
en que no tenéis vicio en los humores,
y que solo los años han dejado
el calor natural algo apagado;
Pero éste se recobra y vivifica,
sin fastidio, sin drogas de botica,
con un remedio simple, liso y llano,
que vuestra Majestad tiene en la mano.
A un lobo vivo arránquenle el pellejo,
haced que os lo apliquen al instante;
y por más que estéis débil, flaco, viejo,
os sentiréis robusto y rozagante,
con apetito tal, que sin esfuerzo,
el mismo lobo os servirá de almuerzo.
Convino el Rey, y entre el furor y el hierro
murió el infeliz lobo como un perro.
Así viven y mueren cada día
en su guerra interior los palaciegos,
que con la emulación rabiosa ciegos
al degüello se tiran a porfía.
Tomen esta lección muy oportuna:
Lleguen a la privanza enhorabuena;
mas labren su fortuna,
sin cimentarla en la desgracia ajena.