Vi a un hombre de ojos inquietos y manos crispadas, dibujando círculos en el aire. No supe si era un visionario o un fugitivo. Me acerqué y le pregunté qué buscaba.
—Un verbo que pese lo suficiente para sostenerme—me dijo.
Había en su voz la urgencia de quien teme desvanecerse. Me habló de los que caminan sobre palabras huecas, de aquellos que confunden la espera con el sueño y el deseo con el acto.
—Un poema no debe ser una intención—susurró—. Debe ser una herida.
Entonces me mostró sus manos: no llevaban tinta, sino grietas. Había rasgado la piel del lenguaje hasta encontrar su médula, allí donde las palabras dejan de ser refugio y se vuelven vértigo.
—Algunos escriben para no mojarse. Otros son la tormenta.
Lo vi alejarse con los hombros cargados de ausencia. No supe si había escrito un poema o si, simplemente, había aprendido a llover.