La poesía no admite ataduras. Se despliega como un relámpago inesperado, sacudiendo los cimientos de la palabra. Su esencia no es la fragancia conocida del mundo, sino el temblor que deja en quien la encuentra.
El poeta, sin embargo, es un huésped del silencio. Tiembla bajo el peso de lo no dicho, de lo que busca nombre sin hallarlo. Sabe que un poema verdadero no se limita a la superficie: debe sangrar al abrirse, mostrar la herida de su origen, latir con la urgencia de lo ineludible.
Se habla a veces de versos milagrosos, de aquellos que evocan la lluvia o el pan, que huelen a tierra o a cítricos dorados por el sol. Pero no. La poesía no es la evocación fácil ni la nostalgia repetida. No es una nube que llueve sobre sí misma, sino el trueno que despierta el mundo.
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En la penumbra de la noche, el poeta se reveló como un espectro tembloroso, una silueta atrapada en el vacío de lo no escrito. Su voz, quebradiza como una hoja en otoño, confesó el peso insostenible de la realidad, esa carga invisible que solo los poetas pueden transformar en verbo.
La poesía, independiente del ser que la invoca, se alza como un relámpago, fulgurante e indomable. No admite mediocridad ni repetición. Su esencia no se enreda en los aromas del mundo tangible: no huele a limón, ni a pan recién horneado, ni a tierra humedecida por la lluvia. Un poema debe poseer el perfume de lo inédito, de lo imposible de anticipar. Lo contrario sería caer en el tópico, ese rastro viscoso que deja un caracol errante en la noche.
El poeta es, en esencia, un confidente del silencio. Su misión es abrir el poema como se abre una herida: si no sangra, si no duele, no es poesía. Se murmura de un poema que llovía por sí solo, en su soledad fecunda. Pero al final, la verdad se impuso: no era un poema, sino una nube.