He aprendido que la desesperación no tiene límites,
como un río que avanza sin cauce,
como las sombras que devoran la luz
en un rincón olvidado de la noche.
Es como el rostro de quien busca
en la aguja un alivio que nunca llega,
un abrazo vacío, un eco lejano
de días en los que el sol aún quemaba.
El corazón se convierte en escombro,
las manos tiemblan al borde del abismo,
y cada instante es un grito ahogado
en la marea espesa del olvido.
Pero aun en esa negrura infinita
hay un resquicio que no muere,
un hilo tenue que clama regreso,
una voz que susurra:
“Todo límite es también comienzo”.