En la penumbra del taller divino,
un viejo tejedor urde en silencio,
con dedos hábiles, hilos infinitos,
trama de vidas en un lienzo eterno.
Hilvanando luces, sombras y senderos,
cada hilo un suspiro, un sueño callado,
la risa, el llanto, el júbilo y duelo,
todo se entreteje, nada es olvidado.
Un derviche errante ve al artesano,
pregunta al viento qué mueve su mano:
“¿Es esto azar o un plan soberano?
¿Por qué unos hilos son oro, y otros vano?”
El tejedor, sereno, no se distrae,
ni responde al eco que a sus pies yace.
Pues sabe que el misterio de los azares
sólo lo entienden quienes la duda abrazan.
“¿Por qué mi hilo es breve, frágil y oscuro?”
clama el derviche al manto infinito.
Pero al mirar más cerca, observa un murmullo:
su hilo tejía destellos perdidos.
Tal vez el oro y la seda enredada
no brillan sin sombras que los acompañan.
Y el destino, un telar que nunca se acaba,
cose ambas caras con fuerza y templanza.
Así el derviche, entre hilos dormidos,
aprendió a danzar con sus pasos cautivos.
Pues la verdad no es romper los tejidos,
sino ser un hilo que canta al olvido.