En la Plaza de la Revolución
En la Plaza de la Revolución
se escuchan las pisadas de los que vinieron antes,
hombres de machete al cinto
y mujeres con la rabia en la mirada.
Aquí se sentó Sandino,
una vez, bajo el sol
y vio que la patria era más que tierra,
era sangre mezclada con pólvora
y sueños que no se duermen.
Ahora los turistas caminan despacio,
toman fotos de las estatuas,
pero no ven a la viejita que vende rosarios
con la Virgen bordada en hilo rojo,
ni al niño que juega con una llanta vieja
porque su padre está en Costa Rica
y su madre plancha camisas ajenas.
Cristo es guerrillero aquí,
lleva su fusil como cruz
y predica en las esquinas
donde los pobres se arrodillan
no en iglesias de mármol,
sino en la tierra reseca
con los pies descalzos.
Ayer vi a Ernesto escribiendo
en una servilleta de la cafetería,
su letra temblorosa
como el agua del lago
cuando la brisa sopla desde Granada.
“El Evangelio es subversivo”—me dijo—
y siguió contando estrellas
en un cielo lleno de fusiles.
La historia no está en los libros,
está en las manos de los carpinteros,
en los ojos cansados de las abuelas,
en la plaza donde aún arde
una llama que no se apaga.
