Cavé un agujero en el centro del bosque,
no para esconderme,
sino para escuchar mejor.
Las raíces crujían bajo mis manos,
gruesas como venas,
desgarradas como promesas.
Me hablaban de la profundidad:
de lo que existe
cuando el aire deja de ser refugio
y el silencio se vuelve un dios menor.
Los helechos, testigos,
se inclinaban con sus cuchillas verdes,
susurrándome las memorias de la tierra.
Las piedras—tan viejas—
retorcían el tiempo en sus grietas,
mostrándome fragmentos de lo que nunca seré.
Y entonces vino el eco,
una voz ajena que conocía mi nombre,
un susurro enterrado en los abismos.
Era la voz de la ausencia,
ese vacío que nunca llega a estar del todo lleno.
Salí del agujero con las manos manchadas,
pero el aire, ahora, me pesaba más.
El bosque siguió allí,
con su respiración húmeda
y su insaciable hambre por mis pasos.