El Canto de la Tierra
Soñé que la tierra cantaba, y su voz era un susurro profundo, como un río que conoce todos los caminos. En mi sueño, la montaña respiraba al ritmo del viento, y cada árbol parecía inclinarse, no por la brisa, sino por el peso de las historias que guardaba en su madera.
Los ríos, despeinados en su eterna carrera, hablaban con los peces, y las piedras respondían con su silencio sabio. El maíz germinaba con la paciencia de quien sabe que la vida no tiene prisa, mientras la luna, desde lo alto, tejía recuerdos en el cielo como hilos de plata.
En ese sueño, los hombres y la tierra vivían en sintonía, como una canción bien aprendida. Nadie alzaba la voz por encima del trino del pájaro ni cortaba el paso al río. El arado respetaba la piel del suelo, y las semillas caían como promesas que nunca se rompen.
Pero entonces, en medio del canto, algo cambió. Escuché ruidos de máquinas, voces apresuradas que ignoraban los latidos de la tierra. Vi cómo los ríos se encogían, y las montañas, heridas, perdían su aliento. El canto de la tierra se volvió un lamento, apenas audible entre tanto estruendo.
Desperté con el corazón apretado, como si el sueño me hubiera dejado una deuda que aún no entendía del todo. Me asomé a la ventana, y allí, en la claridad de la madrugada, sentí que el viento me susurraba la misma melodía que había escuchado en mi sueño.
Fue entonces que comprendí: la tierra sigue cantando, pero su voz necesita ser escuchada. Quizás no podamos detener el ruido del mundo, pero sí podemos aprender a afinar nuestro paso, a vivir con cuidado, como quien acompaña un coro que nunca debe perder su armonía.
