Caminé solo,
con la tierra húmeda abrazando mis pies desnudos,
y el cielo en su vastedad inmensa,
como un suspiro del tiempo que no cesa.
Las estrellas, luciérnagas quietas en la distancia,
parpadeaban con la paciencia de quien sabe esperar,
y el viento, ese viajero incansable,
me susurraba secretos que no entendía,
pero que guardé en el pecho,
como quien guarda un último adiós.
Amé cada rincón de la noche,
cada sombra que, fugaz,
se deslizaba en los rincones de mis pensamientos,
y en su silencio oscuro,
me descubrí perdido y encontrado,
una y otra vez,
como un río que se repite en su cauce eterno.
¿Es este el destino del hombre?
Pregunté al aire,
ser apenas una gota en el océano sin fondo,
un eco que resuena por un instante
y luego se pierde en la vastedad sin nombre.
Pero el cielo,
ese cielo sin fin,
me respondió con su silencio eterno,
y supe entonces
que mi viaje apenas empezaba,
y que, quizás,
nunca encontraría la respuesta.