Viendo volar las criaturas que el Hacedor dotó de semejante privilegio, el alma se me llena de esos celos obscuros que se dan muchas veces entre hermanos.
Pienso que hay tantas alas en el mundo, y que al hombre, el Benjamín de Dios, no le tocó ninguna...
Alas potentes de las águilas, que ven amanecer antes que nadie desde sus nidos descolgados en las cumbres...
Alas de los pequeños pájaros, heraldos del día y de la noche, constelación sonora en los crepúsculos...
Alar de mariposa, coloreadas como los pétalos de una brillante flor errátil en fuga de su tallo y su raíz; y de las gaviotas, escarchadas de sal; y de las abejas, en trasiego de miel y de rocío; y de los murciélagos, hendiendo sombras, deshojando lunas...
Y hasta las alas de los ángeles, donde circula aún sangre caliente y una vaga nostalgia, un recuerdo, aún no borrado, de aire primaveral...
¡Y sólo el hombre ha de marchar pegado a sus caminos poco menos que el gusano a los suyos, impedido de alzar el pie sin dejar el otro en tierra, sujeto por la tierra, halado por la tierra bajo la inútil siega de luceros!