La noche te acogió como un asombro.
Te fuiste, ingenuamente solitaria.
Nadie supo por qué. Cuando te nombro,
tu nombre es en mi boca una plegaria.
No te hice nada, y tú también te has ido.
No tendré más tus manos ni tu frente.
Andarás por ahí. Te habré perdido.
Me olvidarás, estando tan presente.
Hubiera sido un ademán bastante
para que, en nombre de los días buenos,
fuera sin acritud aquel instante
y más amable mi tristeza al menos.
La indiferencia azul de tu mirada
como un puñal en mi ansiedad hundiste.
Dijiste “adiós”, como quien dice nada.
Eras mi amor, y tú también te fuiste.
Como el pomo de esencia, en la gaveta
de una cómoda antigua, así has dejado
—con tu recuerdo de fugaz coqueta—
mi pecho, para siempre, perfumado.
Anacrónicamente, querré verte.
Mi corazón, al que llegaste tarde,
muy viejo ya será para quererte;
para olvidarte. . . más y más cobarde.
Parece que la noche llora, afuera.
Acaso ella te vio cuando te ibas. . .
Yo nada te pedí, ni tan siquiera
que alguna vez una postal me escribas.