En jaula de oro su prisión tenían
mis ruiseñores, aves melodiosas
que honda nostalgia del azul sentían
en el tibio jardín, donde las rosas
—embriagadas de sol—languidecían. . .
Yo era perverso, como un Borgia altivo.
Vasta y rugiente orgia fué mi historia
sólo sabe Dios por qué estoy vivo;
¡pero de toda soñación cautivo,
de odio cegué y enloquecí de gloria!
Y constelé mi corazón de ensueños,
aunque la carne, el ídolo de lodo,
fué el más constante de mis dulces dueños:
pero salvé el tesoro de mis sueños,
de azul sonámbulo Y de amor beodo.
Hice un lindo jardín en mi palacio
para escuchar mis pájaros en calma,
y, bajo un cielo de ópalo y topacio,
pensé que era más grande que el espacio
el glorioso infinito de mi alma. . .
Los ruiseñores, en sus jaulas de oro,
de sus arpegios el gentil derroche
oír dejaban en sonoro coro,
cuando de los luceros el tesoro
fulgía entre las sombras de la noche.
Mas, al llegar el alba, entristecían
esas aves. . . que quedaban silenciosas...
Y honda nostalgia del azul sentían
al ver que las estrellas se dormían
al despertar en el jardín las rosas.
Ansié una tarde disfrutar los magos
arpegios dé mis pájaros cantantes;
en esa tarde azul, los cisnes vagos
se hubieran dicho lirios ambulantes
sobre el cristal de los dormidos lagos. . .
Pero los ruiseñores no cantaron. . .
—¡Más me valiera —dije—tener cuervos!
Y furiosas mis manos se crisparon,
y, a mi mandato de crueldad, temblaron
los colosales y desnudos siervos.
Sacáronle los ojos a los suaves
cantores de la gloria y la armonía,
con un largo alfiler, los siervos graves;
¡y a sus cuencas sin ojos, esas aves
sintieron que la noche descendía!
Desde entonces, sus trinos no han cesado. . .
¡No necesitan escuchar mis ruegos
para entonar su cántico exaltado!
¡Y cada día estoy más encantado
con mis preciosos ruiseñores ciegos!