Christian Sanz Gomez

Sobre un tema de Stevens

Bendición de la soledad y aristocracia del silencio,
dos osos polares en callado páramo
cuando el campesino sin aflicciones enciende el fuego
y ninguna tormenta se cierne sobre el bosque.
 
Horroriza verse arrastrado a eso que llaman
comercio con el mundo o debate de ideas;
la civilización es cierta verdad detallada y sola,
cierta dulzura, cierta memoria de ternura maternal.
Príncipe de los historiadores la Luna.
A años luz de la Ciudad y su bullicio de imágenes sin voz,
allí donde la cultura es clandestina y pecado,
donde se reprime al mirlo en aras
de un abajado y ruin (sin libertad) igualitarismo.
Ciudad con sus gusanos de casco rojo
y sus ángeles perjuros como ratas de alcantarilla.
 
La Casa en silencio y el mundo en calma
y un libro entre las manos.
Los monasterios de caracolas y conchas,
los pinos frisios al borde de las lágrimas.
La verdad es vivir en este punto quieto,
la delicia de la duermevela en el campo universal,
la perfección de las llamas en la alcoba
mientras nieva en la colina del País de los Gatos.
 
La Casa en calma y el mundo en silencio.
Solitario leyendo de noche en mi aldea.
Así me transformo en un cuchicheo vegetal,
o mi cerebro piensa con el mismo cerebrito de un jilguero,
o mis mejillas sienten las verdes aguas brillantes.
En la Ciudad (vertedero sombrío, infértil hueco)
la gentuza se distrae con madrigales tecnológicos,
los hijos se deforman con pedagogías de algodón
y las muchachas tienen las braguitas sucias
con el pespunte deshilachado.
 
La Casa en calma, apacible, suspensa,
y el mundo en orden.
Carne de coníferas en las noches rojas,
herrumbre suave y dulce de la colina.
El barrizal espeso del agua, Lucrecio calla.
El orden que convida a las playas más regias.
La conciencia sumida dentro
de la noche, noche indiscernible
de una larga y negra media de mujer.
No, aquí no me encontrarán bárbaros
ni bolcheviques. El iglú de soledad y silencio
amortiguará el ambiente hostil de los hombres.
Con la noche y la biblioteca y el equilibrio
no puedo sino ser bienaventurado.
Bajo la soledad de esta bóveda inmensa
no puedo sino creer en hierbas y estrellas augustas
y en la luz (sub specie aeternitatis) de las nubes.
 
La casa en orden, el mundo en calma, un libro en la mano.
Seguir la doctrina de Mencio,
recordar los hotelitos junto al mar,
los pastelitos aromatizados –mirlitons–,
el marisco de carne rosácea y titilante,
las almendras y el hojaldre, los cangrejos en tabernas
de pueblo limpio y pequeño, organizar mi paraíso material
según los románticos sueños de un burgués.
 
Todo en orden.
 
La casa en orden, un libro, y el mundo en calma.

La poesía no me dio
ningún amigo afín
ningún ligue de bar
ninguna religión metafísica.
Solo ver la Luna
sin muros ni alambradas
sabia como un oráculo,
solo ver el mar
mugiendo de vértigo
como un campo sin agostar.
Como si orara en una iglesia
solitaria,
como si franqueara
un abismo,
la poesía me ha dado
el silencio sin espanto
de los espacios infinitos
y la conversación ingeniosa
y refinada
de una opinión sin yugo,
un amor sin bozal,
una casa con puertas
y la lenta figura
de un pájaro
piando muy hermoso
dentro de los ojos.

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