(I) Las humanidades sirven a la gente joven (y no tanto) para dirigirse y encarar la pregunta fundamental en la vida: para qué vivimos. Ningún sistema legal, o científico, o político, ninguna tradición cultural, ninguna dogmática religión, puede sustituir a esa pesquisa irrenunciable.
La crisis de las humanidades en Occidente me hace colegir que la gente vive por inercia irreflexiva. Trabajo, ocio, sueño, en una rueca autómata, en una alucinosis rutinaria. Paradojalmente, en la tierra de la libertad, de la obesa riqueza. (II) La depauperación del lenguaje significa una mengua en el pensamiento. Pensamos con el lenguaje, pensar es hablar, la vida mental no es más que un conjunto de acaeceres lingüísticos. No lograr expresar con precisión aquello que deseamos decir, trabucarse ante construcciones paratácticas o subordinadas, ser innecesariamente prolijos, no ser relevantes, no ir al grano, ser confuso y desordenado en la expresión, es serlo con una identidad insoslayable con lo que antecede a la expresión, a saber, con la formulación del pensamiento. Los profesores debieran esforzarse en que sus alumnos conozcan la gramática así como la redacción. Una buena educación es clave para que sobrepuje la democracia y el espíritu de una nación. Si decae la calidad mental de los demócratas decae la calidad de la democracia. Sin lenguaje y habla no hay examen socrático posible ni imaginación empática lúcida. Sin expresión escrita digna se derrumba la civilización. No hay que llevar a los hijos a pasar un fin de semana en Ikea o en un hipermercado, ni comprarle tablets o móviles a edad inmadura. Eso los incrusta en el mecanismo del consumo. Y, paralelo a eso, los aleja de las artes. Vivimos una época especialmente turbia para las humanidades, o sea, para prorrumpir en un conato de respuesta a la pregunta por qué vivir.