Debo hacer incómodas e impúdicas confesiones.
Vivo de una manera pautada y muy aislada. Me suelo levantar a las cinco de la mañana, escribo y leo, a partir de las ocho, trabajo (o trabajaba) en el campo, en el jardín, o con los animales –ya no-, y después me dedico a lo que pedantescamente llamaría otium cum dignitate o bien otium divinis.
Me visto con ropas curiales y canso feliz mi biblioteca (con miles y miles de libros; es todo mi patrimonio; es toda mi única patria) Mis relaciones sociales no es que sean deficitarias, sino que son francamente nulas.
Vivo en una minúscula aldea de la profunda Galicia, en una montaña de los cañones del Sil. A veces paso hasta un mes entero sin hablar con nadie. Me agrada esta compacta soledad. Leo, estudio, escribo, y pienso en lo que leo, y paseo por los bosques con mi perra. Mi vida es humilde, sin ambiciones, honesta y soltera, baja y alta, defendida de infortunios, silvestre y estoica.
Pero hete aquí que más o menos desde hace dos o tres años, debido a un problema de acomodación de la vista y a la cerrada –yihadista- soledad, de repente me dan como unos brotes de alteraciones perceptivas visuales y sonoras. Durante esos accesos percibo el color y la luz con otras tonalidades, me fascinan las marcas de superficie en los detalles de los objetos, me fascinan clases de pequeños colores como cubriendo los árboles y el viento y las nubes que semejan o más planas o más ovoides o más luminiscentes de lo que en realidad son, parece como si advirtiera el alma luminosa de los objetos, un recubrimiento geomántico, su pneuma eléctrico, sus moléculas granuladas ingrávidas.
Todo presenta una apariencia como de seres animados. A veces hasta se superponen a esas imaginaciones como unas extrañas figuras geométricas en forma de prisma o rectángulos. Son un registro de experiencias sensoriales alucinatorias que en cambio me permiten pensar con lógica, no se adhieren a ellas notas emocionales de angustia ni pánico, advienen con certeza matemática, no afectan a mi sistema de creencias, incluso su aguzada y agudizado despliegue me producen a menudo una calma naturalidad, una senequista serenidad.
Lo interpreto todo como una mística naturalista, como de azar de ser elegido por dioses caprichosos -prefiero ese idiolecto a llamarlo alucinación psicótica. Después de veinte o treinta minutos del sobresalto perceptivo, del súbito acceso a una especie de sobre-realidad, me tomo tres pastillas de Lorazepam de 1 mg y, en menos de una hora, mi instalación en la realidad es ya la común, rutinaria, y no alterada.
De tanto en tanto esas experiencias me asustan algo pues tienen como paralelo o correlato ciertas alucinaciones auditivas y una interpretación casi religiosa de las mismas. Pero ello se da, por fortuna, esporádicamente. En esos momentos ¿oceánicos?, axiomas como "todo es uno" o "nada es distinto a nada", “todo está conectado con todo”, o vivencias de invulnerabilidad y deseo de comprensión del universo (y de unión con él), o presentimientos y atisbos de inmortalidad y embriaguez cósmica, no son nada raros.
La soledad, el encerramiento, modifican mi olfato también, el sabor de los alimentos, la idea de tiempo y duración, los zigzagueos de la memoria, los contenidos que preceden a la idea, las deducciones que suceden al sentimiento
¿Locura? No es una hipótesis inverosímil, pero, Sire, ya no la necesito para comprender mi sistema del mundo.