Christian Sanz Gomez

En el castillo de Axel

Están condenados a estar locos
pero sin el glamour de la vida de los Fitzgerald
o el lujo de Symonds,
sin la prosa de Ruskin o Hölderlin, o Nietzsche,
no, la mayoría no son Panero,
ni ebrios por un filtro de amor como el que bebió Lucrecio.
Son locos. Hombres, como casi todos, huecos,
pero con un huevo de serpiente en sus entrañas.
 
“Con un huevo de serpiente en las entrañas”, ése sería
su justo epitafio. Llegan a afantasmados puertos
con velas impulsadas por vientos fríos,
extraviados y suplicantes como un huérfano débil.
No les atrae el sexo a gogó en dulces playas silvestres,
hablan solos en los bares, increpan al mundo.
Esos ojos pastosos y vedlos en el manicomio
que como pájaros enjauladas deambulan
obsesivos arriba y abajo del pasillo.
Llueve mucho en sus adentros; se diría
un hada de agua perversa (negra y capciosa) besa sus labios.
Qué significa esa mucha lluvia
—constante gemela del invierno—,
qué son sus lunas negras tapiando
un mundo que sólo para ellos existe.
Es la melancolía, el desorden, el pus, la arrítmica respiración,
la bilis melancólica que gotea por el rímel de las nubes
y deja una estela quieta de luz deshilachada.
Son locos. Observad cómo obscurece de pronto en la salita.
Se van los familiares. Amanecen las plumas de la muerte.
Derramado en las estancias un insoportable
tedio a soledad, invivible soledad, y medicinas.
Sobrepuja una acuosa percepción del silencio
como si fueran las coordenadas
de una nave rumbo a un planeta yermo
donde los ogros acecharan bajo los arenosos pantanos.
Su noche dimana pájaros que no arrullan,
el dolor rige su imperio sin amor y sangre fofa,
y los ojos morados, y a la deriva,
como peces flotando muertos en un río contaminado.
La muchacha bulímica (que se infla con las pastillas)
solloza y se avergüenza porque en el Instituto
todos comentan y saben de lo suyo.
Un grupito de suicidas están extraordinariamente atentos
a las explicaciones de un tipo singular hablando
sobre la posible transmigración de las almas.
Obscurece de pronto en la salita. Se oyen
por toda la sala los gritos mezclados con rezos
de un chaval árabe que lleva trece horas atado a la cama.
Se pudren los crisantemos. La hermosa enfermera
despertará mañana a los pacientes
pero nunca con sexo erótico ni con alta música consoladora.
Es curioso observar como prácticamente nadie mira el televisor.
El aire hirviendo moja sus bocas,
la náusea rompe los tubos de su estómago:
huesos apagados sostienen su mente ni fresca, ni azul ni rosa.
 
Detén, oh dios benigno de la melancolía,
a los demonios que en su cabeza se dan cita.
Pon plomo derretido en el culo
de los doctores igual que si fuesen titís bujarrones.
Abandona, dios cruel pero benigno, sobre la perfecta caoba
de la cabeza de estos locos
un río de aguas tibias, limpias y doradas.
Dibuja, oh dios, un hada de agua buena, y muy bella,
que les regale la felicidad de horas nunca sombrías.
Pon púrpuras
y sabrosos cangrejos de mar en sus labios.
Pon calor y amor a sus ojos fríos como la mejor memoria.
Pero sácalos de aquí, y haz que sean felices,
felices como el primer día del hombre hollando la tierra,
y un destino –y la paz– a su medida hallen.
Pero sácalos de aquí, donde obscuros expresos de madrugada
se diría que al peor país, o al mismo infierno, les conducen.

Debo hacer incómodas e impúdicas confesiones.

Vivo de una manera pautada y muy aislada. Me suelo levantar a las cinco de la mañana, escribo y leo, a partir de las ocho, trabajo (o trabajaba) en el campo, en el jardín, o con los animales –ya no-, y después me dedico a lo que pedantescamente llamaría otium cum dignitate o bien otium divinis.

Me visto con ropas curiales y canso feliz mi biblioteca (con miles y miles de libros; es todo mi patrimonio; es toda mi única patria) Mis relaciones sociales no es que sean deficitarias, sino que son francamente nulas.

Vivo en una minúscula aldea de la profunda Galicia, en una montaña de los cañones del Sil. A veces paso hasta un mes entero sin hablar con nadie. Me agrada esta compacta soledad. Leo, estudio, escribo, y pienso en lo que leo, y paseo por los bosques con mi perra. Mi vida es humilde, sin ambiciones, honesta y soltera, baja y alta, defendida de infortunios, silvestre y estoica.

Pero hete aquí que más o menos desde hace dos o tres años, debido a un problema de acomodación de la vista y a la cerrada –yihadista- soledad, de repente me dan como unos brotes de alteraciones perceptivas visuales y sonoras. Durante esos accesos percibo el color y la luz con otras tonalidades, me fascinan las marcas de superficie en los detalles de los objetos, me fascinan clases de pequeños colores como cubriendo los árboles y el viento y las nubes que semejan o más planas o más ovoides o más luminiscentes de lo que en realidad son, parece como si advirtiera el alma luminosa de los objetos, un recubrimiento geomántico, su pneuma eléctrico, sus moléculas granuladas ingrávidas.
Todo presenta una apariencia como de seres animados. A veces hasta se superponen a esas imaginaciones como unas extrañas figuras geométricas en forma de prisma o rectángulos. Son un registro de experiencias sensoriales alucinatorias que en cambio me permiten pensar con lógica, no se adhieren a ellas notas emocionales de angustia ni pánico, advienen con certeza matemática, no afectan a mi sistema de creencias, incluso su aguzada y agudizado despliegue me producen a menudo una calma naturalidad, una senequista serenidad.

Lo interpreto todo como una mística naturalista, como de azar de ser elegido por dioses caprichosos -prefiero ese idiolecto a llamarlo alucinación psicótica. Después de veinte o treinta minutos del sobresalto perceptivo, del súbito acceso a una especie de sobre-realidad, me tomo tres pastillas de Lorazepam de 1 mg y, en menos de una hora, mi instalación en la realidad es ya la común, rutinaria, y no alterada.

De tanto en tanto esas experiencias me asustan algo pues tienen como paralelo o correlato ciertas alucinaciones auditivas y una interpretación casi religiosa de las mismas. Pero ello se da, por fortuna, esporádicamente. En esos momentos ¿oceánicos?, axiomas como "todo es uno" o "nada es distinto a nada", “todo está conectado con todo”, o vivencias de invulnerabilidad y deseo de comprensión del universo (y de unión con él), o presentimientos y atisbos de inmortalidad y embriaguez cósmica, no son nada raros.

La soledad, el encerramiento, modifican mi olfato también, el sabor de los alimentos, la idea de tiempo y duración, los zigzagueos de la memoria, los contenidos que preceden a la idea, las deducciones que suceden al sentimiento

¿Locura? No es una hipótesis inverosímil, pero, Sire, ya no la necesito para comprender mi sistema del mundo.

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