Al orgullo de las joyas, al Poder palaciego,
a la belleza de un rostro y miembros salidos del baño,
al esfuerzo por logros efímeros (en el fondo penosos),
a los Honores y Fama con sabor a hiel,
a las lisonjas ajenas que arteramente te persuaden que eres
más de lo que eres, que significas más que esa tenue luz
entre los dos extremos oscuros de la eternidad,
a los prados por el arado conquistado, o por la inteligencia
y la laboriosidad (o el crimen) las mansiones y los yates,
a la Fortuna que permitió llenaras el azar de Sabiduría,
a la exitosa conquista de praderas y bosques tropicales,
a esto, y todo lo demás, pone fin y humilla la Muerte.
Porque los senderos de las Glorias conducen todos a la Tumba,
y juzgado sobre el telón de fondo de la infinitud
poco me importa más que esos pocos minutos en que mamá
de niño me llevaba un caldo caliente si estaba enfermo,
y sus manos limpias, y sus caricias en mi cabello.
Anochece. Contemplas las ruinas del Tiempo: Troya,
Corinto, Tebas, Micenas, Palmira, Petra, Pompeya.
No busques el halago del pueblo ¿Acaso le importarían
al músico los aplausos de un público si supiera que en su
abrumadora mayoría se compone de sordos? Limítate
a la amante virtud de caminar sobre la Luna, a no ser vulgo
necio jugando a naipes en la taberna y gritando frente al fútbol.
Acostúmbrate a la modesta comprensión de ti mismo.
Ni ahora, ni acaso nunca, fue el planeta juicioso, verdadero o
inteligente. A tu tumba lleva el fugaz recuerdo del libro
leído al anochecer, ese momento y bálsamo del mundo
en calma, el mundo en orden, el mundo quieto.
Que en tu tumba aflore algún pequeño pensamiento mortal
hilado a la alta noche. Y el olor de las manos de mamá
amasando pasteles. No es presunción, pero triste será la vida
sin alguno de nosotros. Descansa en paz, Christian.