La canallería incívica, bárbara y vándala son menos que miasmas infectas. Vándalos y suevos cruzan el Rin. Alarico saquea Roma. Los godos completan la conquista de Italia. De la muchedumbre (podedumbre) anfibia y mal nacida surgió demasiado español torticero y tartaja. El único mérito de esta civilización es que es tan mala y nefasta como la misma civilización.
Palingenio: “Tanta est penuria mentis vbique / in nugas tam prona via est!” (Tal es la penuria de la inteligencia en todas partes / que las tonterías tienen allanado el camino) «El impulso de lo útil y el envilecimiento de las actividades del espíritu podría tener como efecto que los hombres democráticos se deslicen hacia la barbarie» Tocqueville. «Yo renunciaría antes a las patatas que a las rosas» como señaló cáustico –y muy certero– Gautier. «Vivimos en un siglo de electricidad, de gas, de guano, de crinolina, de caucho, de fotografía, de drenaje y de sufragio universal;y, sin embargo, somos menos letrados, menos artistas, menos delicados y menos educados que nuestros contemporáneos de Luis XIV, e incluso de Francisco I» Edmond About, Le Progrès, Hachette, 1864, p.356. «Lo único razonable en materia de política es un gobierno de mandarines, siempre que los mandarines sepan algo y, si es posible, mucho. El pueblo es un eterno menor de edad» declaró Flaubert, el intelectual más lúcido y profético del siglo XIX. «No me hable usted de los tiempos modernos, a propósito de lo grandioso. No dan ni para satisfacer la imaginación de un folletinista de la peor calaña» Flaubert. «Vulgus dividi in oppositum contra sapientes, quod vulgo videtur verum, falsum est» Roger Bacon. «La plebe se opone a los hombres sabios; lo que la plebe considera cierto, es mayormente falso».
Mandriles tecnológicos con absurdos pensamientos semiarticulados y proferidos en una semihabla descosida y analfabeta. ¿Cuándo decapitarán a Boecio? ¿Cuándo acuchillarán a Escoto Eriúgena? ¿Cuándo rodará la cabeza de Luis XVI? No entienden a Propercio o Tibulo y por eso desprecian. Se derrumban villas, palacios, estatuas, edificios públicos. Los bárbaros –esa chusma de griterío y mazas– llenan de yedra y cascotes las aulas, o escupen en la Academia platónica su bilis negra. No entienden tu lenguaje y sus intereses son los «reality shows» y el deporte. Huye, Christian, huye. Se oyen agrestes aullidos de lobo. Las bibliotecas devastadas, los caminos llenos de delincuentes, los acueductos no funcionan, los pocos gramáticos sin público, los teólogos sin saber griego. ¿Para quién escribes pequeña y vagabunda alma? ¿Para los ostrogodos? Huye, Christian, no te mezcles y desprecia a la chusma.
«...y ves detrás de cada cara ahondarse el vacío mental/ dejando solo el creciente terror de nada en que pensar;/ o cuando, bajo la anestesia, la mente está consciente pero no consciente de nada» T.S. Eliot, describiendo perspicazmente la mente del «populus». La educación pública no ha formado un público educado. El desastre es ciclópeo. Huye, pequeña alma. Vándalos y suevos están cruzando ya el Rin. Tipejos acémilos casi igual a bacterias, sin un gramo en su sangre de helenización, romanización, cristianización o ilustración ocupan tanto las mansiones de los ricos como pobres chabolas. Escribe y memoriza a Adriano, orgulloso de tu aristocrática, gatopardesca soledad:
Animula vagula blandula,
hospes comesque corporis,
quae nunc abibis in loca,
pallidula, rigida, nudula,
nec ut soles dabis iocos.
Mejor ese lugar desnudo que la pelambre sucia de este aquí y ahora.
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Si me preparo físicamente, todavía espero subir un día al Monte Ventoux, con un libro de Tácito en el bolsillo derecho y otro de Petrarca en el bolsillo izquierdo. “Vita Cartesii simplicissima est”, recordaba Valéry en Monsieur Teste. La mía es abrumadoramente más simple.
San Agustín escribió alrededor del año 400 “Los hombres viajan para maravillarse de las gigantes olas del mar, de la altura de las montañas, del curso de los ríos y del movimiento de las estrellas; pero nunca viajan al interior de sí mismos para conocerse”. Flaubert dijo “El movimiento es deletéreo”, Baudeliare declaró “Descreo de las líneas en movimiento”.
No haré fotos con un palo selfie. No me tostaré en la playa como una gamba vuelta y vuelta. Lectura y un buen “arròs a banda” de vez en cuando, caminatas con mi perra por los bosques de la aldea. “Conserver lesprit libre”, y poco (o nada) más.
Feliz aniquilación a todos.
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Catulo se quejaba amargamente de un siglo lleno de generaciones de hombres ausentes de gusto y gracia, «O saeculum insipiens et infacetum!»
Policarpo, obispo de Esmirna y Padre de la Iglesia, dijo en el siglo II, según se lee en la Patrología de Migne: “¡Dios mío! ¡En qué tiempo me habéis hecho nacer!”
Leopardi, en una carta enviada desde Florencia a Pietro Giordani el 24 de julio de 1828, escribe «En suma, empieza a asquearme el soberbio desprecio que aquí se profesa por todas las cosas bellas y por toda literatura: sobre todo porque no me entra en la cabeza que la cumbre del saber humano consista en saber política y estadística. Al contrario, considerando filosóficamente la inutilidad casi perfecta de los estudios hechos desde la época de Solón para obtener la perfección de los estados civiles y la felicidad de los pueblos, me da un poco de risa este furor de elucubraciones y cálculos políticos y legislativos. [...] Sucede así que lo placentero me parece más útil que todas las cosas útiles, y la literatura útil de una forma más verdadera y cierta que todas estas aridísimas disciplinas [la política y la estadística]» Nada extraña que el poeta tildara su siglo de «soberbio y estúpido».
«Yo renunciaría antes a las patatas que a las rosas» señaló cáustico –y muy certero– Gautier.
San Agustín consideraba la estupidez un pecado original de Adán; acepto la alegoría; en cualquier civilización simplemente tendremos menores o mayores grados de estupidez. Ahora es especialmente estúpido el evangelismo tecnológico, la obsesión de los amantes del «subiti guadagni» (es decir, de rápidos beneficios monetarios) y una especie de «universae ignorantia».
No hace falta esperar a los bárbaros.
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«De todas las cosas relativas a la política, la única que comprendo es el motín. Fatalista como un turco, creo que todo lo que podemos hacer por el progreso de la humanidad, y nada, son exactamente lo mismo»
«¡Menudo jaleo ha provocado la industria en este mundo!¡Qué escandalosa es la máquina! A propósito de la industria, ¿has pensado alguna vez en la cantidad de profesiones idiotas que genera y en la cantidad de estupidez que, a la larga, engendrará?»
«Lo que me abruma es, primero, la feroz estupidez de los hombres, segundo, el repugnante mundo que se avecina donde no habrá lugar para gente como nosotros porque toda será utilitario y militar, con gente ahorradora, mezquina, pusilánime, abyecta»
«Lo único razonable en materia de política es un gobierno de mandarines, siempre que los mandarines sepan algo y, si es posible, mucho. El pueblo es un eterno menor de edad»
«En resumen: prefiero la vida más austera, la más solitaria y la más triste, a tener que pensar en el dinero. Renuncio a todo mientras me dejen tranquilo, es decir, mientras pueda conservar mi libertad de espíritu»
Gustave Flaubert, lúcido y profético.
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Nadie siente que leerme es como despedazar la cabeza de un jaguar. Me cumple entonces la sabia cita de Virgilio (Geógicas, 2, 412):
«Alaba los poderes grandes, / pero cultiva uno pequeño».
Día tórpido, majadero y borrico, en el que no tuve otra opción que hablar con gente de cerebro calloso. La televisión y la radio emitían su radiación de oquedad y vacío, su deshabitado desierto parlante de ingravidez y nada absoluta y tétrica.
Tomé al mediodía un «pastéi de nata» y se cortaron varias cónicas de trozos de mi lenguaje y mi memoria. Todo gran lujo culinario es un estímulo escalofriante, nunca deja indiferente el reconocimiento en el paladar el gusto alto. Nabokov es como un magret de pato al roquefort, Shakespeare como un crujiente de tapioca con tartar de cigala, Azorín igual a una alcachofa confitada con jugo de ibérico, Horacio igual a gazpacho de espárragos verdes de Jean-François Rouquette. Mi prosa misma es como un sinfonier clásico o un sillón pan de oro.
Mi prosa, mis poemas, el mundo... Gabriel García y Tassara: “Eso fue el mundo para mí. Un abismo, y en ese abismo nada”. Esperemos con torvos ojos el tiempo de la calamidad y el terror. Delitos y atropellos: el presente y el futuro solo guardan la peste.
«At tibi fortassis, si –quod mens sperat et optat–
es post me victura diu, meliora supersunt
secula: non omnes veniet Letheus in annos
iste sopor...»
Petrarca
A ti quizá, si, como mi alma espera y pide, has de sobrevivirme largamente, te aguardan mejores siglos: no ha de durar para siempre este sopor letal...
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No me gustan estos tiempos romos y abajados, tontuelos y tartajas. Carecen de educación y humanismo.
Tiempos de fantoches y horteras, de trapisondas y lameculos cucañistas.
Crecí en una clase privilegiada, en una burguesía hacendada cultísima, con clases privadas de música, idiomas y dibujo. A esquiar en invierno y a Sitges en verano. Aquel mundo emitía unas radiaciones como un fresco y rosa crustáceo desperezándose lentamente, crujía todo como una osamenta atlética articulando mis miembros y mi sangre.
Desde alrededor de los años cincuenta el mundo se volvió horrible e invivible. Cada vez más agitanado. Como de mercadillo balbuciendo baraturas sin calidad. Como de histéricas verduleras berreando. Un muncho chato y vacuo de hombres incultos y maleducados que se vanaglorian de su ignorancia.
Yo ya solo vivo en la dulzura intemporal de mi mente. Algo me salva; sé que no envilecí mi vida. Que hay oro en mí. Que hay como un cerebro de Dios y no un engranaje de máquina.
Pero una propensión melancólica me ataca pensando en los adorables viajes de antaño por Europa con papá y mamá. Ahora soy un rentista pobre. Escribo –mucho– para mí y leo para la gloria. Lampedusianamente. Y nunca pienso ponerme a trabajar. Eso ni pensarlo siquiera, jamás.
A veces en mis poemas, como una estrategia de disposición retórica y de efectos de impresión en el lector, exagero las notas despreciativas y agresivas hacia los diferentes a mí, pero mi natural (os lo aseguro) es de simpatía y bonhomía y serenidad. Si desprecio a los demás es porque también me desprecio a mí mismo. Triste destino ser pobre habiendo sido rico.
Ahora mi riqueza es de carácter, de cultura, de nostalgia y sutilezas. El mundo registra fácilmente ideas nuevas; más dificultosamente registra experiencias nuevas. Mi experiencia es de apocalipsis, decadencia, caída y derrumbe. Mi mundo se desmoronó y vivo como en un helado exilio. Mi vida consiste en limpiar de nieve los escarpines de la zarina y defenderla con mi vida de los lobos. Huimos por la estepa en un trineo blanco y recio. Cae cellisca de las nubes. Detesto lo nuevo.
Este mundo moderno no será castigado; es el castigo mismo.
Dos citas de Nicolás Gómez Dávila, aforista del lujo «glacé»:
«Los parlamentos democráticos no son recintos donde se discute, sino donde el absolutismo popular registra sus edictos».
«Mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos».
«Toda apología debería ser considerada un asesinato por entusiasmo» escribió ese maestro de estilo y pensamiento llamado De Maistre.
No podemos sustraernos a los estragos del tiempo. El tiempo lo cambia todo y los ríos no remontan hacia sus fuentes. Solo puedo lamentarme como Taine «¡Ay! Dios mío, ¡qué tontería habéis hecho al ponerme en el mundo!»
La democracia actual en verdad que es el patético envilecimiento de un antiguo gran amor.
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Grosero y vulgar y zafio se vuelve –ya es– el mundo, lleno de patologías: embarazos de adolescentes, borracheras en la vía pública, sadismo y gozosa malignidad en una cada vez más extendida cota de crimen, drogadicción, abortos, enfermedades mentales, enfermedades venéreas, intimidación, abandono, violencia, agresividad... No poco abundan mocosas y mocosos mimados y tiránicos, ególatras, quejicas, petulantes, deshechos y demandantes.
Una cultura muy grosera crea personas muy vulgares. Nada escandaliza. Todo está permitido. La única convención popular es el hedonismo más chancho y acabar con cualquier tipo de convención.
Decidí, con mamá, vendernos uno de los dos pisos de Cataluña y venirnos a nuestro pazo orensano en el campo feudal, silencioso y hondo. Y aquí morir. Parece que la gente deja de conocer el movimiento natural del corazón humano. Me voy. No espero que esto mejore.
Savonarola terminó sus días en la hoguera, inmolado por el mismo populacho cuyas emociones había sabido despertar antaño tantas veces. Por si acaso, he de recluirme en mi privada Royal Society o particular Académie Royale des Sciences. Los vulgares hacen demasiado ruido en el mundo. La chusma es propensa a todos los yugos y atrocidades. No espero que esto mejore.
Esto no tiene ningún viso de mejorar, no. Me encierro en mi jardín y en mi biblioteca. Cuidaré de mamá (onorate laltissima bellezza) y con Petrarca declaro definitivamente: «Yo mismo he comprobado que mi espíritu en ningún lugar está tan feliz como entre bosques y montañas, y entre libros». Es bueno esperar y morir en medio del aire salobre del gabinete de estudio.
Aquí os quedáis, hooligans, esos ladies and gentlemen modernos de parque dominical. Cada lanero a su telar. Lâme, cest moi. Vivir estudiando (y retirado) es expresar la virtud más alta.
Es imposible que esto mejore hasta dentro de un par o tres de siglos.
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Escribió Burke que al roer a través de un dique, incluso una rata puede ahogar a una nación. Tal los gobiernos nefastos.
Parece que Louis de Bonald pensaba en nuestro pomposos políticos de ajo y vaginoplastias al declarar que los presuntuosos se presentan sin ser llamados, los hombres de verdadero mérito prefieren que se les solicite.
Los gobiernos son zocos apretujados como un «mercat de Calaf». Siniestros mondongueros y manjarblanqueros, galanes pechuga, pechos lobo rancios, de oratoria de esparraguito reseco, de logros de videoclip de latón.
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Fulgurantes palabras:
«Los libros contienen las palabras de los sabios, los ejemplos de los antiguos, las costumbres, las leyes y la religión. Viven, discurren, hablan con nosotros, nos enseñan, aleccionan y consuelan, hacen que nos sean presentes, poniéndonoslas ante los ojos, cosas remotísimas de nuestra memoria. Tan grande es su dignidad, su majestad y en definitiva su santidad, que si no existieran los libros, seríamos todos rudos e ignorantes, sin ningún recuerdo del pasado, sin ningún ejemplo. No tendríamos ningún conocimiento de las cosas humanas y divinas; la misma urna que acoge los cuerpos, cancelaría también la memoria de los hombres»
Cardenal Besarión
El verdadero sentido de la vida es apreciar los libros, la belleza y el estudio.
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Como que no saben tocar el violín, tocan la pandereta.
(A) e otorga a las mentes el placer de lo impropio. La rúbrica de esta Era acaso sea ir mal vestido, andrajoso, y sucio y sin lavar para más inri. La plaga del sincorbatismo y el tuteo, la manifiesta informalidad tabernaria, asolan las maneras modernas. En lugar de beber en una copa se chuperretea por el gollete, en vez de la solemnidad de las ceremonias religiosas se prefiere (divierte más) casarse en Las Vegas.
Los placeres de lo informal, de la carencia de formas, las admito en mentes artísticas y creativas, imbuidas de un poderoso anhelo de lo ilimitado (tipo de deseo a favor del infinito fáustico que en algunos les permite grandes averiguaciones espirituales o científicas o artísticas), pero en mentes vulgares eso se traduce solo en un mero odio a las limitaciones y constreñimientos, a las reglas y el orden, resuelto todo en un pueril querer hacer de la capa un sayo.
Pero cualquier estructura antropológica u organización (familia, empresa, Administración, Universidad, Estado, etc...) sino está atravesada de normas (más abstractas) y sobre todo de formas que permitan el feliz intercambio de valores, ideas o costumbres, propende al caos y la entropía o disolución. Por ejemplo una Universidad o familia donde se es faltón, maledicente, agresivo, y contestario, donde no hay disciplina ni mandatos que reglamente humanamente las interacciones (sin, insisto, agresividad, burlas ominosas o lo que fuera), entonces es tal el displacer o caos experimentado que uno solo desea huir o encomendarse a la Virgen.
Las formas son la argamasa, la savia, el quid de una civilización. Al entrar en un ascensor lleno nos desplazamos en un ballet inconsciente para dejar paso al nuevo vecino porque hemos asumido inconscientemente formas. Hacemos fila en la cola del supermercado y no nos apelotonamos como salvajes sobre la cajera, porque aprendimos formas. En el entierro de nuestros padres no nos presentamos drogados, borrachos y semidesnudos porque aprendimos formas. No nos casamos vestidos de Elvis ni nos entierran con la moto Harley porque somos formales. No le lanzamos un puñetazo a quien sustenta una opinión discrepante a la nuestra pues nos preciamos de civilizados. Al cortejar a la amada seguimos un ritual de formas. En un parlamento hay (o debieran haber) deliberación racional y exquisitas formas. A la hora de comer los cubiertos y las copas conspiran en unas organizadas formas.
Mi percepción (sesgada; vivo aislado en una aldea y encima convivo con una inusitada familiaridad con mis propias hipótesis) es que la civilización moderna es muy impropia e informal. Los Rufián e Iglesias (por citar a los más pintureros), los jóvenes de manera acusada, hacen defección de la educación. Abundan Napoleones kitsch, humanos como figuritas de Lladró, abunda la insoportable España tatuada.
En los jóvenes particularmente existen una serie de «instituciones» que los marcan con más perdurabilidad y eficacia que el buen sentido, aflojando la influencia de las imprescindibles formas cívicas y el civismo y la educación, «instituciones» como las redes sociales, Internet, los videojuegos y videoconsolas, los cómics, la televisión, el telefonino, la tablet y el Ipod, la pandilla, las discotecas, el haxix y muchas otras drogas, el sexo desenfrenado (conejero y cinegético), la anti-humanista música coribántica, los conciertos, la literatura basura, incluso me atrevería a decir que también el deporte y un gusto desmedido por el mismo.
Así, un jovencito o una damita (muchos muy hermosos físicamente y no pocos también con buen fondo moral) suelen conducirse como asilvestrados (tutean al profesor o camarero que les triplica la edad, ponen los pies en el asiento de delante del tren, beben durante el botellón como si no existiera un mañana, no limpian sus habitaciones o las ordenan, bah, a qué seguir...)
En infinidad de posts de este muro escribí, aduje pruebas, sobre el medievalismo anti-ilustrado que sufrimos. Hoy señalo un tema cotangente. Una civilización sin formas (igual que ignorante) se corrompe y declina hasta su anonadamiento. El civismo, la urbanidad y la buena educación no son patrimonio de la burguesía sino del Occidente mismo (léase El proceso de civilización, de Elias)
El estilo popular anti-informal conspira contra Eliot, Shakespeare, Virgilio, Dante, Newton y Gauss para sustituirlos por María Teresa Campos, David Bisbal, Kiko Matamoros o Yola Berrocal. Cuando Churchill estuvo de joven en Egipto se imbuyó de lecturas clásicas y de Gibbon. Tácito y Gibbon -a través de Churchill- nos ayudaron a ganar la segunda guerra mundial.
Si usted no se ducha, no se pone corbata, escupe en la calle, se viste con jeans rotos y con parches y con el dobladillo desgalichado, no solo muestra un explícito rechazo a la elegancia, no solo indica -con ese egotismo esnob- falta de sensibilidad para con los terceros (yo me perfumo TAMBIÉN para no ofender narices ajenas), si usted, decía, abdica de la formalidad (y esta es una conexión más difícil de observar) está construyendo una civilización alternativa en que Rufián y Trump arrasarán con la delicadeza, la capacidad, el logro, la herencia y los éxitos de lo mejor de largos siglos.
Acaso el derrumbe de la civilización burguesa y su sustitución por una civilización popular semi-analfabeta se haya dado ya.
NOTA BENE: Los artistas, no nosotros, no solo deben ser informales y no ortodoxos (desde el punto de vista mental ante todo), sino que también son custodios de la heterodoxia y la herejía. Para desgracia de muchas de sus vidas, aunque suene lo anterior «too romantic«.
(B) A mi juicio esta peste enfatiza y agudizará el ocaso, el crepúsculo y declive de Occidente. Un McWorld con una acelerada desigualdad económica y social (depauperación y proletarización de la clase media, dominio avasallador de las élites plutocráticas), decreciente conciencia y calidad intelectual (infantilización y abrumadora banalización de la cultura, crisis astronómica de la escuela y la Universidad, barbarie mental y orgullo público del sandio por ser eso mismo: ignorante y sandio), y muerte del espíritu (apología del sensacionalismo y la chismografía, abundancia de hombres huecos como si estuvieran solo rellenos de paja, aparición en el escenario social de costumbres inanes y vacías, de puros gestos sin contenido, pérdida de crédito de la ley y lo sólido, enemas emotivos y supersticiosos de una espiritualidad de autoayuda, derrumbe del canon estético, etc..) . Un universal bibelot kitsch en la mente de los hombres donde todo contiene mensajes comerciales y donde se vive una supresión sistemática del silencio y la lentitud. Donde abunda lo estúpido, falso, torpe, lo sin talento, vacío y aburrido y que la gente alienada cree elegante, genuino y brillante (léase programas de telerrealidad o talk shows, música sentimental en la radio, deportes gregarizadores o colectivizadores donde la horda se animaliza en manada gutural, el fraude de novelistas que derrotan el pensamiento y aniquilan la retórica por la simple adrenalina agramatical, los millones de irrelevantes y deslucidos contactos en las redes sociales). No es ya que no se sepa distinguir basura de calidad, es que se toma la misma basura como calidad ¡Qué escasa es la inteligencia en el mundo real! !Qué pobre el espíritu! Con esta cultura y espíritu de broma la identidad personal aparece ya como un cadáver. Telenovelas, concursos, películas, Instagram, Netflix, Smartphone, el alma convertida en rosas palomitas de maíz kitsch e industriales pizzas a domicilio.
O sea, incremento de la pobreza, brutal ignorancia, y kitsch vital. ¿Qué planes tengo entonces? La solución monástica; salvar mi vida y conservar así lo bueno de la civilización y transmitirlo en la medida de lo posible, como hicieron los monjes irlandeses en la Alta Edad Media. ¿Cómo? Resistiéndome al orden corporativo comercial planetario, evitando ser un homo videns y reivindicando la Era Tipográfica frente a la Era Electrónica, diferenciando la realidad de un parque temático, denigrando la manufacturada opinión pública y odiando la vulgarmente hedionda telebasura, no compaginando con la insidiosa y deplorable moda «New Age» y centrando mi sabiduría en los clásicos (buscar inspiración no en las palabras imbéciles irracionales de gurús multimedia sustitutas del mero ruido sino en Platón, Montaigne, Quevedo, Goethe, Wordsworth, Jane Austen, Mann, Huxley, Azorín, Cernuda, Gómez Dávila, Borges, Tácito, Tucídides, y todos sus pares), saber que Internet es una mera herramienta y nunca un estilo de vida (conocer perspicuamente tanto sus innumerables peligros como sus poderes), buscar desinteresadamente la verdad y desistir del infecto y pedregoso posmodernismo que tanto niega la verdad como el ideal de verdad, cultivar el arte (afinar el gusto y elaborar la sensibilidad), usar el pensamiento crítico y aprender a ponderar y dirimir acercando a mí aquello que los genios han expuesto tan diligentemente, guardar la mente del moderno oasis de distracciones buscando los bienes de Dios que están contenidos en el corazón vacío, meditabundo y solitario (es una obligación no ser perezoso ni necio), escribir para la posteridad, no para la efímera lista de best-sellers, ir a buenos museos de arte y no ver las comerciales Pocahontas o Spiderman (¡cuánto cachivache de mercandaching!) o no visitar símbolos estrafalarios y esperpénticos como Las Vegas, no llevar a mis hijos los fines de semana a Ikea o al Centro Comercial sino llevarlos de acampada o a las bibliotecas. Mis planes para la nueva normalidad son convertirme en un monje laico, en una especie de humanista ilustrado (en mi medida muy humilde y muy limitada)
Y la obra de Álvaro Cunqueiro (artículos, novelas) pertenece muy felizmente a esa vocación alta e ilustrada, porque es un clásico, es decir, algo que debe perdurar y conservarse en el tiempo, algo que en nuestras celdas monásticas lujosamente estudiamos y gozamos, por su decidido relumbre estético e imaginativo. Cunqueiro debe leerse en el bachillerato desplazando a memeces como «Manolito Gafotas» o «Harry Potter». A. C. evita que los habitantes del planeta nos convirtamos en simios con una semihabla simiesca, incapaz de analizar un argumento o cohesionar en una secuencia lógica tres ideas. Para sobrevivir como individuos debemos leerle. La escuela no enseña (la nueva y mentecata pedagogía desprecia el conocimiento a favor del desarrollo de espectrales y vaporosas habilidades), la disciplina casi no existe, la autoridad se mira con reticencia, la filosofía, la historia y las lenguas se abandonan, se descuida la escritura y la memoria, ¿debemos creer ineludible una vulgarísima y chata uniformidad humana? O buscamos un elitismo para todos o la decadencia será vertiginosa. Pero eso es muy difícil; la Edad Oscura avanza incontenible. Como monjes confinemos a los A.C.. en pequeñas islas de arcaica pero férrea conservación. Los monjes contemporáneos tenemos una suerte de irrestricta religiosidad inveterada; postrarnos ante los genios y la alta cultura. La buena vida constituye una prelación y jerarquización previo análisis minucioso del mundo. Álvaro Cunqueiro, Platón, Gibbon, Fray Luis de León, Auden, Larkin, etc... se yerguen contra el colapso de nuestra inteligencia.