El niño era la casa,
la cama incluso a veces,
cuando veces de sol llenaban los cristales.
Si el espacio nocturno,
el reverbero imaginado de la luna,
ya se había extinguido en su conciencia,
el niño probaba a levantarse
y acudía a la ventana de la alcoba
para medir lo extraño,
el tráfago ajeno bajo la luz de los vivos.
El niño aún no sabía
del movimiento y su falacia,
de la vida más viva en cuanto quieta;
del verdadero deslumbramiento de lo humano:
su sino de rescoldo.