Y quién diría que la luna mengua,
para clavarme sus afilados extremos,
para que la llore, sangre y suplique,
para que la noche me mire sin estrellas,
con su infinito y frío vacío.
El viento que sopla parece compadecido,
acaricia mi cara como queriendo limpiar mis lágrimas,
ríe y llora buscando consolarme.
A lo lejos un búho se burla del silencio,
y un grillo viejo parece aún creer en el amor pasajero.
Yo sigo tumbada en una cama que me devora de a poco,
desfalleciendo, mirando la sangre que me brota del pecho.
Brota imparable como el agua de la fuente de aquél parque,
el nuestro.
Brota y salpica de un rojo hediondo que grita la muerte.
Y sin embargo sigo con vida y comiendo,
arrastrándome por los rincones.
Un fantasma de avispones,
todos zumbándome en la cabeza,
sus pesadas alas y mi pesada alma.
Soy la muerte hecha vida,
soy la desgracia de mí misma,
soy la absoluta nada,
porque yo era la mujer en tu mirada.