Bajo el puente, se abre un camino de tierra que parte del mojón quebrado, siempre encuentro al mismo anciano cada vez que transito por esa ruta. Debe tener mas de setenta años ya. Su tranco no es el mismo de aquella vez primera que lo conocí. Siempre paraba y me ponía pescar a su lado y me contaba de su niñez y que todo era distinto. Era un hombre campechano, algo bruto, pero de buen corazón. Lo noté muy deteriorado: temblequea, habla solo, se ríe, se hace comentarios y se contesta.
Años atrás, este anciano le daba de comer a medio pueblo sólo por el amor a la pesca. “Mientras tengan hambre y boca, los pesco de seguro”, solía decir. Encarnaba con lo que se correspondía, dependiendo del tipo de pez, la época del año, las profundidades, pero siempre sacaba a pedir de boca.
Cerca de su rancho, hecho de adobe, estaba el puente, donde el río hacía una especie de remanso, y en ese preciso lugar de aguas mansas y hondas, era donde le solía sentarse sobre el terraplén que estaba a la orilla y lanzar sus líneas. Sólo allí nada más, no había otro lugar que fuese de su agrado, ya que ahí podía pescar hasta en los días de lluvia y de los intensos calores y los rayos del sol, refugiado por el puente.
Pero los cambios climáticos no miran la esencia humana, y en un verano, donde las tormentas abundan, llovió en un día, lo que llueve en un año y una crecida del Paraná casi tapó su casa entera. No se podía transitar por las rutas, se perdieron muchas cosechas de mis campos y otros de la zona.
A momento de que las aguas bajaron, ese brazo del Paraná. desvió su cauce, alejándose de la ruta.
Se alejó unos trescientos metros, modelando un paisaje completamente distinto. En el remanso en el que solía estar el viejo pescando a gusto, solo quedaba el puente seco, el camino y pintadas en aerosol con frases y corazones flechados.
Una persona estando cuerda, en su lugar, se habría adecuado a las tercas pinceladas de la naturaleza, habría tanteado otro sitio donde encontrarse cómodo para pescar.
Este no fue el caso del anciano, hombre obstinado y testarudo, hueso duro de roer y férreo a sus principios y duro ante la inapelable metamorfosis que acarrea el paso del tiempo.
Aún hoy, si uno transita por esa ruta, alcanza a ver al anciano, sentado sobre el terraplén, debajo del mismo puente, tirando sus líneas en la tierra seca.
Cuasi telurico