Rafael Obligado

La flor del seíbo

Tu “Flor de la caña”,
¡Oh Plácido amigo!
No tuvo unos ojos
Más negros y lindos,
 
Que cierta morocha
Del suelo argentino
Llamada... Su nombre,
Jamás lo he sabido;
 
Mas tiene unos labios
De un rojo tan vivo,
Difúndese de ella
Tal fuego escondido,
 
Que aquí en la comarca,
La dan los vecinos
Por único nombre,
“La Flor de Seíbo.”
 
Un día– una tarde
Serena de estío—
Pasó por la puerta
Del rancho que habito.
 
Vestía una falda
Ligera de lino;
Cubríala el seno,
Velando el corpiño,
 
Un chal tucumano
De mallas tejido;
Y el negro cabello,
Sin moños ni rizos,
 
Cayendo abundoso,
Brillaba ceñido
Con una guirnalda
De flor de seíbo.
 
Miréla, y sus ojos
Buscaron los míos...
Tal vez un secreto
Los dos nos dijimos.
 
Porque ella, turbada,
Quizá por descuido,
Su blanco pañuelo
Perdió en el camino.
 
Corrí a levantarlo,
Y al tiempo de asirlo,
El alma inundóme
Su olor a tomillo.
 
Al dárselo, “Gracias,
Mil gracias!” —me dijo,
Poniéndose roja
Cual flor de seíbo.
 
Ignoro si entonces
Pequé de atrevido,
Pero ello es lo cierto
Que juntos seguimos
 
La senda, cubierta
De sauces dormidos;
Y mientras sus ojos,
Modestos y esquivos,
 
Fijaba en sus breves
Zapatos pulidos,
Con moños de raso
Color de jacinto,
 
Mi amor de poeta
La dije al oído:
¡Mi amor, más hermoso
Que flor de seíbo!
 
La frente inclinada
Y el paso furtivo,
Guardó aquel silencio
Que vale un suspiro.
 
Mas, viendo en la arena
La sombra de un nido
Que al soplo temblaba
Del aire tranquilo,
 
—“Allí se columpian
Dos aves”, me dijo:
“Dos aves que se aman
Y juntas he visto
 
Bebiendo las gotas
De fresco rocío
Que absorbe en la noche
La flor del seíbo”.
 
Oyendo embriagado
Su acento divino,
También, como ella,
Quedé pensativo.
 
Mas, como en un claro
Del bosque sombrío
Se alzara, ya cerca,
Su hogar campesino,
 
Detuvo sus pasos,
Y llena de hechizos,
En pago y en prenda
De nuestro cariño,
 
Hurtando a las sienes
Su adorno sencillo,
Me dio, sonrojada,
La flor del seíbo.
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