Rafael Obligado

La mula ánima

Iba un anciano trepando
en ágil mula la sierra,
desde el sombrero a la barba
suelto el barbijo de seda;
poncho de agreste vicuña
con franjas, flecos y hojuelas,
ha medio siglo bordado
por su finada la prenda;
llevaba usutas (sandalias
no he de decir en mi tierra),
que así le guardan los pies
como le sirven de espuelas;
un guardamonte de cuero
con que se cubre las piernas,
a cuyo empuje se inclinan
arbustos, cardos, malezas,
y huyen guanacos y cabras
cuando, al trotar de la bestia,
con resonantes crujidos
sobre sus flancos golpea.
 
Lleva aquel viejo en el alma
la triste música interna
de los recuerdos: los besos
de las ternuras maternas,
el dulce abrazo infinito
y el largo ¡adiós! de su prenda,
cuando, a través de los Andes,
fue a combatir y a quererla;
y allá en lo oculto, en lo hermoso,
la imagen fulgida, eterna,
de nuestra patria... la patria
de las heroicas proezas,
de William Brown en los mares,
de San Martín, en la tierra.
 
Él fue con Dávila a Chile,
con Güemes a la frontera,
con La Madrid a Tarija,
a Junín con Necochea,
y era tan fiel en amores
como atrevido en la guerra.
Tiene este viejo una enjundia
que ni el demonio la tuesta,
y donde asoma un peligro
es para hollarlo una fiera.
De la espantosa Mula ánima
tantos horrores le cuentan,
que, por hallarla a su paso
y refrenarle las riendas,
hizo a la Virgen del Valle
esta sencilla promesa:
“—Haz que la encuentre, y de alfombra
pondré a tus plantas de reina
este mi poncho, tejido
por mi finada la prenda”.
 
 
Embebecido iba el hombre
en sus recuerdos y penas,
cuando, de un rancho asentado
sobre la abrupta ladera
salióle al paso, en tumulto,
un mocetón, una vieja,
una serrana, dos niños,
y hasta una cabra casera;
sucias las caras, y un susto
lívido y áspero en ellas.
 
—¡Va por allí! —le gritaron—,
¡va por allí, por la cuesta!"
“—¿Quién? —preguntó, deteniéndose,
el del barbijo de seda.
—¡Ella! ¡La mula maldita
que por la noche anda suelta!”
“—Sí, dijo el mozo, la he visto
al despertar de la siesta.”
“—Y yo, añadió la serrana,
desvanecerse en la niebla.”
“—Mas, cuando pasa de día,
como esta vez, se presenta
de viuda, toda enlutada,
en dirección a una iglesia.”
“—Y al regresar cada noche,
es mula en llamas envuelta.”
“—Pues a esperarla me quedo”,
dijo el del poncho de hojuelas.
“—¡Ah, qué mujer!” —persignándose
murmura al cabo la abuela,
mientras el viejo soldado
entra a su rancho y se sienta—.
“¡Ah, qué mujer!... Era blanca
como las nieves eternas,
y rubia como esos cardos
que dan flor en primavera.
Se enamoró de un soldado
de la santa independencia,
que con Dávila fue a Chile
a luchar por su bandera;
y como era tejedora
de las pocas y las buenas,
le hizo un poncho de vicuña
más liviano que hoja seca.
 
El buen joven se marchó
a libertar nuestra América,
bajo fe de su palabra
de casamiento a la vuelta;
y ella, dos años corridos,
fue tan loca y sinvergüenza,
que se enredo con un cura
para curarse de ausencias.
Dios, el gran Dios, la maldijo
hiriéndola con su diestra,
y echó, su ánima a penar
por las quebradas desiertas,
convertida en esa mula
que en la noche se pasea,
que de ojos, boca y narices
arroja llamas siniestras.
Por un decreto divino
lleva colgando las riendas,
hasta que un hombre muy hombre,
por redimirle la pena,
con fuerte brazo y fe santa
la refrene en su carrera.”
 
lba cayendo la noche
al terminar la conseja,
y conmovido el soldado
por unas ansias secretas,
mudo besó, al despedirse,
a los niños y a la abuela,
y, cabalgando en su mula,
se echó a vagar por la sierra.
 
Era una noche sombría
fúnebre noche, de aquellas
en que los genios medrosos
salen de grutas y cuevas;
en que una mano, asomada
de algún recodo, hace señas;
en que está oculto un misterio
que hace temblar las tinieblas,
y hasta el rumor del torrente
es un rodar de cadenas.
 
El noble viejo marchaba
por la sinuosa vereda,
cuando unas luces rojizas,
hiriendo a saltos las peñas,
le iluminaron un arria
de pardas mulas cargueras,
cegadas, quietas, bufando
bajo las vivas centellas,
y a los arrieros, postrados,
la faz oculta en las piedras.
 
Luego, por boca y narices,
echando ardientes culebras,
que, retorcidas, los muros
suben y en lo alto chispean,
se apareció la Mula ánima,
al aire flojas las riendas.
 
Echó pie a tierra el soldado
de las batallas homéricas,
y se avanzó a recibirla
con toda el alma en la empresa.
Hizo a la Virgen del Valle,
como a sus jefes, la venia,
y cuando estaba ya encima
la mula, en llamas envuelta,
la refrenó, y a su pecho
vino a estrellarse, ya muerta,
pero en mujer convertida...
¡Y era su novia, la prenda!
 
Se echó a llorar como un niño
el de las lides de América...
Mientras, la Virgen del Valle
bajó ceñida de estrellas.
Él le tendió como alfombra
su rico poncho de hojuelas,
y ella, posada un instante
para aceptar la promesa,
volvióse al cielo llevando
purificada en su esencia,
un alma mísera, indigna,
pero que ha amado en la tierra.
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