Jorge Luis Borges
Mi propósito es comentar los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado. Los incluye el canto XXXI del Paraíso y, aunque famosos, nadie parece haber discernido el pesar que hay en ellos, nadie los escuchó enteramente. Bien es verdad que la trágica sustancia que encierran pertenece menos a la obra que al autor de la obra, menos a Dante protagonista, que a Dante redactor o inventor.

He aquí la situación. En la cumbre del monte del Purgatorio, Dante pierde a Virgilio. Guiado por Beatriz, cuya hermosura crece en cada nuevo cielo que tocan, recorre esfera tras esfera concéntrica, hasta salir a la que circunda a las otras, que es la del primer móvil. A sus pies están las estrellas fijas; sobre ellas, el empíreo, que ya no es cielo corporal sino eterno, hecho sólo de luz. Ascienden al empíreo; en esa infinita región (como en los lienzos prerrafaelistas) lo remoto no es menos nítido que lo que está muy cerca. Dante ve un alto río de luz, ve bandadas de ángeles, ve la múltiple rosa paradisíaca que forman, ordenadas en anfiteatro, las almas de los justos. De pronto, advierte que Beatriz lo ha dejado. La ve en lo alto, en uno de los círculos de la Rosa. Como un hombre que en el fondo del mar alzara los ojos a la región del trueno, así la venera y la implora. Le rinde gracias por su bienhechora piedad y le encomienda su alma. El texto dice entonces:

centered==«Così orai; e quella, sì lontana
come parea, sorrise e riguardommi;
poi si tornò all’etterna fontana»1.==

¿Cómo interpretar lo anterior? Los alegoristas nos dicen: La razón (Virgilio) es un instrumento para alcanzar la fe; la fe (Beatriz), un instrumento para alcanzar la divinidad; ambos se pierden, una vez logrado su fin. La explicación, como habrá advertido el lector, no es menos intachable que frígida; de aquel mísero esquema no han salida nunca esos versos.

Los comentarios que he interrogado no ven en la sonrisa de Beatriz sino un símbolo de aquiescencia. «Ultima mirada, última sonrisa, pero promesa cierta», anota Francesco Torraca. «Sonríe para decir a Dante que su plegaria ha sido aceptada; lo mira para significarle una vez más el amor que le tiene», confirma Luigi Pietrobono. Ese dictamen (que también es el de Casini) me parece muy justo, pero es notorio que apenas si roza la escena. Ozanam (Dante et la philosophie catholique, 1895) piensa que la apoteosis de Beatriz fue el tema primitivo de la Comedia; Guido Vitali se pregunta si a Dante, al crear su Paraíso, no le movió ante todo el propósito de fundar un reino para su dama. Un famoso lugar de la Vita nuova («Espero decir de ella lo que de mujer alguna se ha dicho») justifica o permite esa conjetura. Yo iría más lejos. Yo sospecho que Dante edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz. Mejor dicho, los círculos del castigo y el Purgatorio austral y los nueve círculos concéntricos y Francesca y la sirena y el Grifo y Bertrand de Born son intercalaciones; una sonrisa y una voz, que él sabe perdidas, son lo fundamental. En el principio de la Vita nuova se lee que alguna vez enumeró en una epístola sesenta nombres de mujer para deslizar entre ellos, secreto, el nombre de Beatriz. Pienso que en la Comedia repitió ese melancólico juego.
Que un desdichado se imagine la dicha nada tiene de singular; todos nosotros, cada día, lo hacemos. Dante lo hace como nosotros, pero algo, siempre, nos deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones. En una poesía de Chesterton se habla de nightmares of delight, de pesadillas de deleite; ese oxímoron mas o menos define el citado terceto del Paraíso. Pero el énfasis, en la frase de Chesterton, está en la palabra delight; en el terceto, en nightmare.
Reconsideremos la escena. Dante, con Beatriz a su lado, está en el empíreo. Sobre ellos se aboveda, inconmensurable, la Rosa de los justos. La Rosa está lejana, pero las formas que la pueblan son nítidas. Esa contradicción, aunque justificada por el poeta (Paraíso, XXX, 118), constituye tal vez el primer indicio de una discordia íntima, Beatriz, de pronto, ya no está junto a él. Un anciano ha tomado su lugar («credea veder Beatrice, e vidi un sene»)2. Dante apenas acierta a preguntar dónde está Beatriz. Ov’è ella?3 grita. El anciano le muestra uno de los círculos de la altísima Rosa. Ahí, aureolada, está Beatriz; Beatriz cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud, Beatriz que solía vestirse de rojo, Beatriz en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos, que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella, Beatriz, que una vez le negó el saludo, Beatriz, que murió a los veinticuatro años, Beatriz de Folco Portinari, que se casó con Bardi. Dante la divisa, en lo alto; el claro firmamento no está más lejos del fondo ínfimo del mar que ella de él. Dante le reza como a Dios, pero también como a una mujer anhelada:
centered==«O donna in cui la mía speranza vige,
e che soffristi per la mia salute
in inferno lasciar le tue vestige...»4..==

Beatriz, entonces, lo mira un instante y sonríe, para luego volverse a la eterna fuente de luz.

Francesco De Sanctis (Storia della lettetura italiana, VII) comprende así el pasaje: «Cuando Beatriz se aleja, Dante no profiere un lamento: toda escoria terrestre ha sido abrasada en él y destruida». Ello es verdad, si atendemos al propósito del poeta; erróneo, si atendemos al sentimiento.
Retengamos un hecho incontrovertible, un solo hecho humildísimo: la escena ha sido imaginada por Dante. Para nosotros, es muy real; para él, lo fue menos. (La realidad, para él, era que primero la vida y después la muerte le habían arrebatado a Beatriz). Ausente para siempre de Beatriz, solo y quizá humillado, imaginó la escena para imaginar que estaba con ella. Desdichadamente para él, felizmente para los siglos que lo leerían, la conciencia de que el encuentro era imaginario deformó la visión. De ahí las circunstancias atroces, tanto más infernales, claro está, por ocurrir en el empíreo: la desaparición de Beatriz, el anciano que toma su lugar, su brusca elevación a la Rosa, la fugacidad de la sonrisa y de la mirada, el desvío eterno del rostro5.. En las palabras se trasluce el horror: come parea se refiere a lontana pero contamina a sorrise y así Longfellow pudo traducir en su versión de 1867:
centered==«Thus I implored; and she, so far away,
Smiled as it seemed, and looked once more at
me...».==
También eterna parece contaminar a si tornò.

Notas

[1]«Así imploré; y aquella, tan lejana
como parecía, se sonrió y mi miro de nuevo;
y después se volvió a la eterna fuente». (Par., XXXI, 91-93).
[2] «creía ver a Beatriz y vi a un anciano» (Par., XXXI, 59).
[3] «¿dónde está ella?» (Par., XXXI, 64).
[4]«Oh mujer, en quien tengo mi esperanza,
y soportaste por mi salvación
que en el infierno dejaras tus huellas». (Par., XXI, 79-81).
[5] La Blessed Demozel de Rossetti que había traducido la Vita nuova, también está desdichada en el paraíso.

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