El Banco
El banco de la esquina
Cuando mi Vieja decía:
–Anda a avisar a tu padre que la comida está lista,
yo sabía que mi misión no era solo correr
hacia la esquina de Santa Fe y la Ruta, donde él estaba.
Ese banco, humilde y austero,
era un faro que convocaba, un lugar donde
la realidad se fundía en diálogos interminables con mi tía Ñata,
o con algún amigo que, por azar o destino, pasaba.
El viejo observaba el desfile de autos
como quien lee las páginas de un libro
que nunca termina, cada vehículo, una historia contada,
cada bocina, una pausa.
Las esquinas del barrio, todas salpicadas
con estos bancos de plaza,
eran puntos de encuentro.
Desnudos de adornos, no los necesitaban.
Eran el corazón palpitante de Borghi,
tan sencillos que brotaban del mismo suelo,
marcado por el roce incansable de los pies,
dejando el pasto a sus pies ralo, gastado, surcado.
En ese banco, las palabras se entretejían
en una danza de risas, debates y silencios.
Allí se debatía sobre el fútbol, la política, el tiempo y el sentido de la vida,
en un mosaico de palabras que flotaban en la brisa tibia del atardecer.
Era asombroso que algo tan simple
pudiera albergar tantas historias, tanta vida.
El apacible pueblo de Borghi
se extendía en torno a esos bancos,
esos templos de cemento donde la barra de amigos se reunía a diario.
Cada charla era un ritual, cada risa un exorcismo de la rutina.
Así, cuando mi Vieja me decía
–Anda avisar a tu padre que la comida está lista,
yo emprendía ese viaje, consciente de que no solo buscaba a mi viejo,
sino que me sumergía en la esencia misma de Borghi,
en la vibración eterna de ese banco de esquina,
donde cada tarde, el tiempo se detenía y se desgranaba en charlas infinitas.
Y al llegar, mi viejo alzaba la mirada,
me sonreía, y yo sabía que en ese gesto se encontraba toda la serenidad del mundo,
la certeza de que en Borghi, la vida, aunque sencilla,
era profundamente compleja y eternamente rica.
