El azul estaba inmovilizado entre el rojo y el negro.
El viento iba y venía por la página del llano,
encendía pequeñas fogatas, se revolcaba en la ceniza,
salía con la cara tiznada gritando por las esquinas,.
el viento iba y venía abriendo y cerrando puertas y ventanas,
iba y venía por los crepusculares corredores del cráneo,
el viento con mala letra y las manos manchadas de tinta
escribía y borraba lo que había escrito sobre la pared del día.
El sol no era sino el presentimiento del color amarillo,
una insinuación de plumas, el grito futuro del gallo.
La nieve se había extraviado, el mar había perdido el habla,
era un rumor errante, unas vocales en busca de una palabra.
El azul estaba inmovilizado, nadie lo miraba, nadie lo oía:
el rojo era un ciego, el negro un sordomudo.
El viento iba y venía preguntando ¿por dónde anda Joan Miró?
Estaba ahí desde el principio pero el viento no lo veía:
inmovilizado entre el azul y el rojo, el negro y el amarillo,
Miró era una mirada transparente, una mirada de siete manos.
Siete manos en forma de orejas para oír a los siete colores,
siete manos en forma de pies para subir los siete escalones del
arco iris,
siete manos en forma de raíces para estar en todas partes y a la
vez en Barcelona.
Miró era una mirada de siete manos.
Con la primera mano golpeaba el tambor de la luna,
con la segunda sembraba pájaros en el jardín del viento,
con la tercera agitaba el cubilete de las constelaciones,
con la cuarta escribía la leyenda de los siglos de los caracoles,
con la quinta plantaba islas en el pecho del verde,
con la sexta hacía una mujer mezclando noche y agua, música y
electricidad,
con la séptima borraba todo lo que había hecho y comenzaba de
nuevo.
El rojo abrió los ojos, el negro dijo algo incomprensible y el azul
se levantó.
Ninguno de los tres podía creer lo que veía:
¿eran ocho gavilanes o eran ocho paraguas?
Los ocho abrieron las alas, se echaron a volar y desaparecieron
por un vidrio roto.
Miró empezó a quemar sus telas.
Ardían los leones y las arañas, las mujeres y las estrellas,
el cielo se pobló de triángulos, esferas, discos, hexaedros en
llamas,
el fuego consumió enteramente a la granjera planetaria plantada
en el centro del espacio,
del montón de cenizas brotaron mariposas, peces voladores,
roncos fonógrafos,
pero entre los agujeros de los cuadros chamuscados
volvían el espacio azul y la raya de la golondrina, el follaje de
nubes y el bastón florido:
era la primavera que insistía, insistía con ademanes verdes.
Ante tanta obstinación luminosa Miró se rascó la cabeza con su
quinta mano,
murmurando para sí mismo: Trabajo como un jardinero.
¿Jardín de piedras o de barcas? ¿Jardín de poleas o de baila–
rinas?
El azul, el negro y el rojo corrían por los prados,
las estrellas andaban desnudas pero las friolentas colinas se ha–
bían metido debajo de las sábanas,
había volcanes portátiles y fuegos de artificio a domicilio.
Las dos señoritas que guardan la entrada a la puerta de las per–
cepciones, Geometría y Perspectiva,
se habían ido a tomar el fresco del brazo de Miró, cantando Une
étoile caresse le sein d’une négresse.
El viento dio la vuelta a la página del llano, alzó la cara y dijo,
¿pero dónde anda Joan Miró?
Estaba ahí desde el principio y el viento no lo veía:
Miró era una mirada transparente por donde entraban y salían
atareados abecedarios.
No eran letras las que entraban y salían por los túneles del ojo:
eran cosas vivas que se juntaban y se dividían, se abrazaban y se
mordían y se dispersaban,
corrían por toda la página en hileras animadas y multicolores,
tenían cuernos y rabos,
unas estaban cubiertas de escamas, otras de plumas, otras anda–
ban en cueros,
y las palabras que formaban eran palpables, audibles y comesti–
bles pero impronunciables:
no eran letras sino sensaciones, no eran sensaciones sino transfi–
guraciones.
¿Y todo esto para qué? Para trazar una línea en la celda de un
solitario,
para iluminar con un girasol la cabeza de luna del campesino,
para recibir a la noche que viene con personajes azules y pájaros
de fiesta,
para saludar a la muerte con una salva de geranios,
para decirle buenos días al día que llega sin jamás preguntarle de
dónde viene y adonde va,
para recordar que la cascada es una muchacha que baja las esca–
leras muerta de risa,
para ver al sol y a sus planetas meciéndose en el trapecio del
horizonte,
para aprender a mirar y para que las cosas nos miren y entren y
salgan por nuestras miradas,
abecedarios vivientes que echan raíces, suben, florecen, estallan,
vuelan, se disipan, caen.
Las miradas son semillas, mirar es sembrar, Miró trabaja como
un jardinero
y con sus siete manos traza incansable –círculo y rabo, ¡oh! y
¡ahi–
la gran exclamación con que todos los días comienza el mundo.
[1976-1987]