José Martí

Dormida

De sus pestañas al peso
el ancho párpado entorna,
lirio que, al sol que se torna,
se cierra pidiendo un beso.
 
Y luego como fragante
magnolia que desenvuelve
sus blancas hojas, revuelve
el tenue encaje flotante:
 
De mi capricho al vagar
imagínala mi amor,
¡una Venus del pudor
surgiendo de un nuevo mar!
 
Cuando la lámpara vaga
en este templo de amores,
con sus blandos resplandores
más que la alumbra, la halaga.
 
Cuando la ropa ligera
sobre su cutis rosado,
ondula como el alado
pabellón de primavera.
 
Cuando su seno desnudo,
indefenso, a mi respeto
pone más valla que el peto
de bravo guerrero rudo.
 
Siento que puede el amor,
dormida y desnuda al verla,
dejar perla a la que es perla,
dejar flor a la que es flor.
 
Sobre sus labios podría
los labios míos posar,
y en su seno reclinar
la pobre cabeza mía.
 
Y con mi aliento volver
mariposa a la crisálida;
y a la clara rosa pálida
animar y enrojecer.
 
Pero aquí, desde la sombra
donde amante la contemplo,
manchar no quiero del templo
con paso impuro la alfombra.
 
Al acercarme, en ligera
procesión avergonzado,
¿no volaría el alado
pabellón de primavera?
 
¡Al reflejarme el espejo,
que la copia entre albas hojas,
negras las tornara y rojas
de la lámpara al reflejo!
 
Dicen que suele volar
por los espacios perdida
el alma, y en otra vida
sus alas puras bañar.
 
Dicen que vuelve a venir
a su cuerpo con la aurora,
para volver– ¡la traidora!–
con cada noche a partir.
 
Y si su espíritu en leda
beatitud los cielos hiende,
de esa mujer que se extiende
bella ante mí qué me queda?
 
Blanco cuerpo, línea fría,
molde hueco, vaso roto,
¡y viajera por lo ignoto
la luz que los encendía!
 
Y ¿a mí que tanto te quiero,
delicada peregrina,
turbar la marcha divina
de tu espíritu viajero?
 
¡Duerme entre tus blancas galas!
¡Duerme, mariposa mía!
Vuela bien: –¡mi mano impía
no irá a cortarte las alas!–
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