Tengo la sana costumbre,
por Feria y por Navidades,
de hacerle largas visitas
a mi discreto cadáver.
Siempre que voy me lo encuentro
más sabio y más saludable
y disfrutando del muere
como no disfruta nadie.
Mi cadáver atesora
una colección de tardes,
de mañanas y de noches
olvidadas u olvidables,
un coche de medio punto,
un camino de ir por partes,
dos mediodías enteros
y un sinfín de eternidades.
Cuando voy a visitarlo
—jamás con acompañante—
lo obsequio con un silencio
dividido en tres mitades.
Él me regala un reloj
de minutos desechables.
Al despedirme le digo:
Never more! Y él dice: ¡Vale!