Nunca mayor quietud se vio en la muerte;
ni frío más glacial que el de esta mano
que tú alargaste al espirar, en vano
y que cayó en las sábanas, inerte.
¡Ah... yo no estaba allí! Mi aciaga suerte
no quiso que en el trance soberano,
cuando tú entrabas en el hondo arcano,
yo pudiera estrecharte... y retenerte.
Al llegar, me atrajeron tus despojos;
cogí esa mano espiritual y breve
y la junté a mis labios y a mis ojos...
Y en ella, al ver mi llanto que corría,
pensé que aquella mano hecha de nieve
en mi boca al calor... se derretía.