Rosa que el fuego de mi amor consume,
ave que llora con mi propio llanto;
fugóse el ave y me dejó su canto,
murió la rosa y me dejó el perfume.
Y es que ese aroma y esa melodía
que me hicieron alegre y sano y fuerte
serán incienso y fúnebre armonía.
Así, a fuerza de amante sin fortuna
que intenta huir a su destino adverso,
voy a forjar un amoroso verso
a la memoria de Rosario Luna,
aquella que me dio todo lo suyo,
aquella a quien le di todo lo mío,
la que tuvo calor para mi frío,
la que no supo hablar si no en arrullo,
la que para aliviar en su partida
mi carga de dolor y desconsuelo,
a cambio de mis noches de desvelo
me mostraba su faz agradecida.
Cuando vencido por la desventura
palpé el horror de mi existencia vana,
tendiome al punto, como buena hermana,
el mullido plumón de su ternura.
Si en cada poro me clavaba espinas
el dolor en que estoy crucificado,
ella sobre mi cuerpo lacerado
hizo lo que a Jesús las golondrinas.
Al reposar de la habitual lectura
que nuestro pensamiento fatigaba,
mi corazón sumiso se extasiaba
en la piedad de su mirada oscura.
Corría el tiempo desapercibido
sin que nuestro silencio se turbara,
lo mismo que una mano que pasara
por sobre el lomo de un lebrel dormido.
A veces, al relato de algún cuento,
mientras alzaba por temor el hombro,
parpadeaban sus ojos en asombro
como dos mariposas contra el viento.
Y si el amor que urdió la fantasía
tras el punto final quedaba ileso,
me pagaba el relato con un beso
por compartir conmigo su alegría.