En la noche azulada y silenciosa
Del seno de la Tierra se levanta
Una voz sepulcral, triste, amorosa,
Que así a mi oído, entre las sombras, canta.
«Cruzando por los mares de la vida
Arribé de la muerte al firme puerto
Y observé, con el alma dolorida,
Que el mundo estaba para ti desierto.
»Por eso, al extender su denso manto
La noche, por los ámbitos del cielo,
Vengo a enjugar las gotas de tu llanto,
Vengo a ofrecer a tu dolor consuelo.
»Y como un padre por sus hijos vela
—Aun desde el triste reino del olvido—
Mi corazón, que tu ventura anhela,
Consejos te va a dar, hijo querido.
»Huye del mundo y de su pompa vana
Cual huye del milano la avecilla,
Y alcanzarás, al perecer mañana,
Muerte feliz tras vida sin mancilla.
»Prodiga el bien, con generosa mano,
Sin esperar el premio merecido,
Porque el ingrato corazón humano
Da premio al bien con el eterno olvido.
»No busques los aplausos o el renombre
En la lucha tenaz de la existencia:
Ten sólo por hermano a cada hombre
Y por único juez a tu conciencia.
»Ni sigas de la dicha la luz pura
Si ves brillar sus rayos a lo lejos;
La dicha es como el Sol: desde la altura
Sólo envía a la Tierra sus reflejos.
»Ni te seduzca la apariencia hermosa:
El mal se oculta bajo forma bella,
Como entre flores sierpe venenosa,
Como entre nubes hórrida centella.
»Donde tenga el dolor una morada
Dirige allí tus pasos vacilantes.
¡Vale más una lágrima enjugada
Que una corona de oro y de diamantes!
»Si algún pesar el alma te devora
Ocúltalo del pecho en lo profundo,
Y en soledad tu desventura llora
Antes que llegue a conocerlo el mundo».
Es la voz de mi padre. A su sonido
Feliz el corazón late en mi pecho,
Y, dando mis pesares al olvido,
Tranquilo duermo en solitario lecho;
Como el viajero errante y fatigado,
Lejos mirando el fin de su camino,
Se duerme sobre el césped perfumado
De un ave oyendo el armonioso trino.