«Segadores, a las mieses,
que ya la rubia mañana
abre sus rosadas puertas
al sol que de oriente se alza.
»Un vientecillo agradable
sigue su brillante marcha
meciendo en volubles ondas
del pan las débiles cañas.
»¡Ved cómo se pierde entre ellas!,
¡ved cuán susurrante vaga,
ora carga y las inclina,
ora raudo las levanta!
»Los desfallecidos pechos
su vital soplo repara,
y al trabajo interrumpido
con nuevo vigor nos llama,
»a par que las avecillas,
no bien despiertas el alba
saludan con mil gorjeos,
trinándole la alborada,
»y huyen las lóbregas sombras
y el horizonte se inflama,
y el luminar de los cielos
en su inmenso ardor nos baña.
»A las hoces pues, amigos,
que el tiempo fugaz se pasa;
y miles de espigas de oro
nos provocan sazonadas.
»De ellas la frente ceñida
nos sonríe la abundancia,
para henchir nuestros graneros
y colmar nuestra esperanza.
»Vedlas en qué remolinos
de aquí y de allá se esparraman,
moviéndose turbulentas
como la mar por las playas,
»mientras las áridas hojas
con su sonido retratan
el que forma la mar misma
si se aduerme en suave calma,
»y en su plácido murmullo
haciendo en pos una pausa,
tornan rápidas a alzarse
y a ondear muy más livianas.
»No, pues, tan rico tesoro
la pereza desmayada
o la ingratitud lo pierdan:
seguid alegres mis plantas.
»Seguidlas; de un pobre anciano
ved cómo las manos flacas
os dan del trabajo ejemplo
y a las vuestras se adelantan.
»Cuando fui mozo, ninguno
logró sacarme ventaja,
ni en el afán de una siega,
ni con el bieldo en la parva;
»mas hoy los años me encorvan,
y así las fuerzas desmayan
cual la pajilla voluble,
que el viento a su antojo arrastra.
»Sus pues; empezad festivos
de la siega la tonada
que vago nos vuelva el eco
desde la opuesta montaña;
»o en acento más sublime
y con voces alternadas
de la honrosa agricultura
resonad las alabanzas,
»santificada en Isidro,
gloriosa en el godo Wamba,
y allá en Edén por Dios mismo
al hombre aún sin culpa dada.
»El vicio es callado y triste;
la inocencia ríe y canta,
y el trabajo es pasatiempo
cuando el placer lo acompaña.
»¡Oh! ¡cómo aquél nos alegra
si la bendición alcanza
del cielo, que sus larguezas
ora por doquier derrama!,
»¡Cómo el corazón se goza
recordando las escarchas
y aguaceros con que enero
el ancho suelo inundaba!
»Aquellos hielos y lluvias
son las selvas erizadas
que hoy veis de doradas mieses,
y un Dios bueno nos regala.
ȃste es el orden que puso
con su omnipotencia sabia
al tiempo, que raudo vuela
con igualdad siempre varia.
»Así el sustento atesora
de esa infinidad que vaga
de vivientes por la tierra,
o tiende al viento las alas.
»Todos a su providencia
cual menesterosos claman,
y en sus manos paternales
piedad y alimento hallan.
»Hállelo el pobre en las vuestras:
si de ellas tal vez se escapa
quebrada la rica espiga,
guardaros bien de apañarla.
»Con negligencia oficiosa
dejadla, amigos, dejadla
a arbitrio de la indigencia,
que sigue vuestras pisadas.
»En ella su pan del día
de vuestra bondad aguarda
la inocencia desvalida
o la ancianidad cansada.
»Este pan es una deuda:
así la tierra nos paga
cuanto un día le fiamos
con usuras duplicadas.
»Así nos dan liberales
grato refrigerio el agua,
el aire vital aliento,
el sol su creadora llama.
»No, pues, cuando más profusa
de sus dones hace gala
y a sus hijos su ancha mesa
Naturaleza prepara;
»cuando la veis, que riente
de gavillas circundada
y de riquísimas frutas
en común a todos llama,
»o por árida codicia
o por vil desconfianza,
en nos solos vinculemos
los tesoros de sus gracias.
»De ellos vive el ave, y parte
la hormiga en sus trojes guarda;
téngala también el pobre
que humilde nos la demanda,
»y lleve con su hacecillo,
cual si un tesoro llevara,
el consuelo y la alegría
a su mísera morada,
»donde postrados acaso
sobre otras míseras pajas,
ya sus pequeñuelos hijos
de hambre transidos le aguardan.
»Así al buen Dios imitamos
que nos da con mano franca;
agradarle abrir las nuestras,
y enojarle es el cerrarlas.
»Abridlas, pues; y sus dones
entre todos se repartan,
que él los da a todos, y a todos
su inefable amor abraza».
Esto Plácido decía
a la puerta de su granja
en medio sus segadores,
que como a padre le acatan;
Plácido, en cuyo semblante
la inocencia de su alma
y el respeto impresos brillan
en sus venerables canas.
Alzando las corvas hoces
con bulliciosa algazara
todos al anciano siguen,
y él alegre les gritaba:
«Segadores, a las mieses,
que ya la rubia mañana
abre sus rosadas puertas
al sol que de oriente se alza».