Eran potros aquellos de la pampa, corceles
de hirsutas crines largas y rudo galopar,
para luchar traían sus pechos por broqueles,
y toda la locura del nervio en el ijar.
Hubieran bien llevado los blancos arquiceles
de los jinetes moros o la brida de Antar,
si no hubieran nacido para atascar laureles,
mojados por la sangre del largo batallar.
Un día de terrible refriega, los llaneros,
la orden escucharon de “¡Arriba los lanceros!”
y tras el jefe invicto lanzóse el escuadrón.
Sangriento fue el esfuerzo, y al fin de la pelea,
sobre el glorioso carro de palas Atenea,
–hermano de Diómedes– apareció Rondón.