Manuel José Othón

Noche rústica de Walpurgis

I. Invitación al poeta

 
Coge la lira de oro y abandona
el tabardo, descálzate la espuela,
deja las armas que para esta vela
no has menester ni daga, ni tizona.
 
Si tu voz melancólica no entona
ya sus himnos de amor, conmigo vuela
a esta región que asombra y que consuela;
pero antes ciñe la triunfal corona.
 
Tú, que de Pan comprendes el lenguaje,
ven de un drama admirable a ser testigo.
Ya el campo eleva su canción salvaje;
 
Venus se prende el luminoso broche . . .
Sube al agrio peñón, y oirás conmigo
lo que dicen las cosas en la noche.
 

II. Intempesta nox

 
Media noche. Se inundan las montañas
en la luz de la luna transparente
que vaga por los valles tristemente
y cobija, a lo lejos, las cabañas.
 
Lanzas de plata en el maizal las cañas
semejan al temblar, nieve el torrente,
y se cuaja el vapor trágicamente
del barranco en las lóbregas entrañas . . .
 
Noche profunda, noche de la selva,
de quimeras poblada y de rumores,
sumérgenos en ti: que nos envuelva
 
el rey de tus fantásticos imperios
en la clámide azul de sus vapores
y en el sagrado horror de sus misterios.
 

III. El harpa

 
Hay, en medio del rústico boscaje
un tronco retorcido y corpulento;
enorme roca sírvele de asiento
y frondas opulentas de ropaje.
 
Cuando, como a través de fino encaje,
el rayo de la luna tremulento
pasa desde el azul del firmamento,
la verde filigrana del follaje,
 
desbarátase en haz de vibradores
hilos de luz que tiemblan, cual tañidos
por un plectro que el céfiro menea.
 
¡Harpa inmensa del campo, no hay cantores
que a tus himnos respondan, ni hay oídos
que comprendan tu estrofa gigantea!
 

IV. El bosque

 
Bajo las frondas trémulas e inquietas
que forman mi basílica sagrada,
ha de escucharse la oración alada,
no el canto celestial de los poetas.
 
Albergue fui de druidas. Los ascetas,
en mis troncos de crústula rugada,
infligieron su frente macerada
y colgaron sus harpas los profetas.
 
Y, en tremenda ocasión, el errabundo
viento espantado suspendió su vuelo,
al escuchar de mi interior profundo
 
brotar, con infinito desconsuelo,
la más grande oración que desde el mundo
se ha alzado hasta las cúpulas del cielo.
 

V. El ruiseñor

 
Oíd la campanita, cómo suena;
el toque del clarín, cómo arrebata;
las quejas en que el viento se desata,
y del agua el rodar sobre el arena.
 
Escuchad la amorosa cantilena
de Favonio rendido a Flora ingrata,
y la inmensa y divina serenata
que Pan modula en la silvestre avena.
 
Todo eso hay en mis cantos. Me enamora
la noche; de los hombres soy delicia
y paz, y entre los árboles cubierto,
 
sólo yo alcé mi voz consoladora,
como una blanda y celestial caricia,
cuando Jesús agonizó en el huerto.
 

VI. El río

 
Triscad, oh linfas, con la grácil onda;
gorgoritas, alzad vuestras canciones,
y vosotros; parleros borbollones,
dialogad con el viento y con la fronda.
 
Chorro garrulador, sobre la honda
cóncava quiebra, rómpete en jirones
y estrella contra riscos y peñones
tus diamantes y perlas de Golconda.
 
Soy vuestro padre el río. Mis cabellos
son de la luna pálidos destellos,
cristal mis ojos del cerúleo manto.
 
Es de musgo mi barba transparente,
ópalos desleídos son mi frente
y risas de las náyades mi canto.
 

VII. Las estrellas

 
¿Quién dice que los hombres nos parecen,
desde la soledad del firmamento,
átomos agitados por el viento,
gusanos que se arrastran y perecen?
 
¡No! Sus cráneos que se alzan y estremecen
son el más grande asombrador portento:
fraguas donde se forja el pensamiento
y que más que nosotras resplandecen!
 
Bajo la estrecha cavidad caliza
las ideas en ígnea llamarada
fulguran sin cesar, y es, ante ellas,
 
toda la creación polvo y ceniza. . .
los astros son materia... casi nada...
¡y las humanas frentes son estrellas!
 

VIII. El grillo

 
¿Dónde hallar, oh mortal, las alegrías
que con mi canto acompañé en tú infancia?
¿Quién mide la enormísima distancia
que éstos separa de tan castos días?
 
Luces, flores, perfumes, armonías,
sueños de poderosa exuberancia
que llenaron de albura y de fragancia
la vida ardiente con que tú vivías,
 
ya nunca volverán; pero cantando,
cabe la triste moribunda hoguera,
de tu destruida tienda bajo el toldo,
 
hasta morir te seguiré mostrando
la ilusión, en la llama postrimera,
el recuerdo, en el último rescoldo.
 

IX. Los fuegos fatuos

 
Bajo los melancólicos sauces q
ue sombrean el fétido pantano
y en la desolación del muerto llano
sembrado de cadáveres y cruces,
 
se nos mira brillar, pálidas luces,
terror del habitante rusticano;
misteriosos engendros de lo arcano
envueltos en fosfóricos capuces.
 
Mas al beso de amor del aire puro
sobre la infecta corrupción, ileso
fulguró nuestro ser cual a un conjuro.
 
Que no existe lo estéril ni lo inerte
si Pan lo toca, y al brotar un beso
siempre estalla la luz, aun de la muerte.
 

X. Los muertos

 
¡Piedad! ¡Misericordia! . . . Fueron vanos
tanto soberbio afán y lucha tanta.
Ay, por nosotros vuestra queja santa
levantad al Señor. ¡Orad, hermanos!
 
Si oyerais el roer de los gusanos
en el hondo silencio, cómo espanta,
sintierais oprimida la garganta
por invisibles y asquerosas manos.
 
Mas no podéis imaginar los otros
tormentos que hay bajo la losa fría:
¡la falta, la carencia de vosotros;
 
la soledad, la soledad impía! . . .
¡Ay, que llegue, oh Señor, para nosotros
de la resurrección el claro día!
 

XI. Las aves nocturnas

 
¡A infundir con el vuelo y los chirridos
más horror en la noche, más negrura
en los antros del monte y más pavura
en las ruinas de sótanos hendidos!
 
¡A seguir a los pájaros perdidos
de la arboleda entre la sombra oscura
y con la garra ensangrentada y dura
a darles muerte y a asolar sus nidos!
 
¡A lanzar tan horrísonos acentos,
desde la cruz del viejo campanario,
que el valor más indómito se quiebre!
 
¡A remedar terríficos lamentos,
de dientes estridor, crujir de osario
y espasmódicos gritos de la fiebre! . . .
 

XII. Intermezzo

 
Vamos al aquelarre. En la sombría
cuenca de la montaña, las inertes
osamentas se animan a los fuertes
gritos que arroja la caterva impía.
 
Van llegando sin Dios y sin María,
présagos de catástrofes y ~muertes...
Pienso que el cielo llora. . . ¿No lo adviertes?
Venus es una lágrima muy fría.
 
Tras nahuales y brujas el coyote
ulula clamoroso, y aletea,
sobre el negro peñón; el tecolote.
 
La lechuza silbando horrorizante
se junta a la fatídica ralea
¡y el Vaquero Marcial llega triunfante!
 

XIII. Las brujas

 
—Todas las noches me convierto en cabra
para servir a mi señor el chivo,
pues, vieja ya, del hombre no recibo
ni una muestra de amor, ni una palabra.
 
—Mientras mi esposo está labra que labra
el terrón, otras artes yo cultivo.
¿Ves? Traigo un niño ensangrentado y vivo
para la cena trágica y macabra.
 
—Sin ojos, pues así se ve en lo oscuro,
como ven los murciélagos, yo vuelo
hasta escalar del camposanto el muro.
 
—Trae un cadáver frío como el hielo.
Yo a los hombres daré del vino impuro
que arranca la esperanza y el consuelo.
 

XIV. Los nahuales

 
¡Sús, Vaquero Marcial! De nuestra boca
los conjuros oirás: aunque en la brega
quedaste vencedor, siempre a ti llega
de los hombres la voz que te provoca.
 
¡Por donde quiera el mal! Tu mano toca
las campiñas también. Ya en ronda ciega
el coro de las brujas se despliega
de ti en derredor, sobre 1a abrupta roca.
 
Hijas sois de 1a víbora y el sapo:
de vuestro hediondo seno sacad presto
las efigies ridículas de trapo. . .
 
¡Oh, representación de los mortales!
mostrad aquí vuestro asombrado gesto
en la danza infernal de los nahuales.
 

XV. El gallo

 
Hombre, descansa. De tu hogar ahuyento
el nocturno terror y estoy en vela.
Sombras de muerte cuyo soplo hiela,
con mi agudo clarín os amedrento.
 
Huya la luz y te descuide el viento,
por preludiar su dulce pastorela.
Contra el mal, poderoso centinela,
a su paso espectral estoy atento.
 
No te inquiete el horrísono alarido
que escuches en tu sueño, por la vana
pesadilla maléfica oprimido.
 
Ya pondrá fin a su croar la rana,
y yo, con alegrísimo sonido,
entonaré la jubilosa diana.
 

XVI. La campana

 
¿Qué te dice mi voz a la primera
luz auroral? “La muerte está vencida,
ya en todo se oye palpitar Ia vida,
ya el surco abierto Ia simiente espera.”
 
Y de la tarde en la hora postrimera:
“Descansa ya. La lumbre está encendida
en el hogar . . .” Y síempre te convida
mi acento a la oración en donde quiera.
 
Convoco a la plegaria a los vivientes,
plaño a los muertos con el triste y hondo
són de sollozo en que mi duelo explayo.
 
Y, al tremendo tronar de los torrentes
en pavorosa tempestad, respondo
con férrea voz que despedaza el rayo.
 

XVII. La montaña

 
El encinar solloza. La hondonada
que raja el monte, es una boca ingente
por donde gira el bramador torrente
de furiosa melena desgreñada.
 
La piedra tiene acentos. Vibra cada
roca, como una cuerda, intensamente,
que en sus moles quedó perpetuamente
del Génesis la voz petrificada.
 
Del hondo seno de granito escucha
las voces, oh poeta. Clama el oro:
“¡Vive y goza, mortal!” El hierro: “¡Lucha!”
 
Mas oye, al par, sobre la altura inmensa,
cantar en almo y perdurable coro
a las agudas cumbres: “¡Ora y piensa!”
 

XVIII. Un tiro

 
Duda mortal del alma se apodera,
al oír en la noche la lejana
detonación, que turba y que profana
el silencio del bosque y la pradera.
 
¿Será la bala rápida y certera
que pone fin a la existencia humana,
o el golpe salvador que, en lucha insana,
asesta el montañés sobre la fiera? . . .
 
Ese ruido mortífero y tonante
hace temblar al alma sorprendida,
cuando está de lo incógnito delante.
 
Para arrancar o defender la vida,
lo producen lo mismo el caminante
y el guarda, el asesino y el suicida.
 

XIX. El perro

 
No temas, mi señor: estoy alerta
mientras tú de la tierra te desligas
y con el sueño tu dolor mitigas,
dejando el alma a la esperanza abierta.
 
Vendrá la aurora y te diré: “Despierta,
huyeron ya las sombras enemigas.”
Soy compañero fiel de tus fatigas
y celoso guardián junto a tu puerta.
 
Te avisaré del rondador nocturno,
del amigo traidor, del lobo fiero
que siempre anhelan encontrarte inerme.
 
Y si llega con paso taciturno
la muerte, con mi aullido lastimero
también te avisaré... ¡Descansa y duerme!
 

XX. La sementera

 
Escucha el ruido místico y profundo
con que acompaña el alma primavera
esta labor enorme que se opera
en mi seno fructífero y fecundo.
 
Oye cuál se hincha el grano rubicundo
que el sol ardiente calentó en la era.
Vendrá otoño que en mieses exubera
y en él me mostraré gala del mundo.
 
La madre tierra soy: vives conmigo,
a tu paso doblego mis abrojos,
te doy el alimento y el abrigo.
 
Y cuando estén en mi regazo opresos
de tu vencida carne los despojos
¡con cuánto amor abrigaré tus huesos!
 

XXI. Lumen

 
Las sombras palidecen. Es la hora
en que, fresca y gentil, la madrugada
va a empaparse en el agua sonrosada
que ya muy pronto verterá la aurora.
 
El cielo vagamente se colora
de virginal blancura inmaculada
y hace en el firmamento su morada
la luz, de las tinieblas vencedora.
 
Sobre las níveas cumbres del oriente
en ópalos y perlas se deslíe,
que desbarata en su cristal la fuente.
 
Del vaho matinal se extiende el velo
y todo juguetea, y todo ríe,
en la tierra lo mismo que en el cielo.
 

XXII. Adiós al poeta

 
¡Santa Naturaleza, madre mía!
Me has cobijado en tu regazo inmenso
y disipaste con tu soplo intenso
la nube del dolor que me envolvía.
 
Mas, ay, vuelve la vida ingrata y fría;
mi sueño celestial quedó suspenso...
Ya alza la tierra su divino incienso
y en su carro triunfal asoma el día.
 
Poeta: es fuerza abandonar el monte.
Bajemos, pues ya al ras del horizonte
Venus agonizante parpadea,
 
tú al teatro, a la clínica, al Senado;
l yo a vegetar tranquilo y olvidado
en el rincón oscuro de mi aldea.
Preferido o celebrado por...
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