José Jacinto Milanés

El beso

De noche en fresco jardín
sentado estaba a par de ella:
yo joven: joven y bella
      mi serafín.
 
Hablábamos del negror
del cielo augusto y sin brillo,
del regalado airecillo,
      y del amor.
 
Hablábamos del lugar
en que primero nos vimos,
y sin querer nos pusimos
      a suspirar.
 
A suspirar y a sentir
gozo en volver a juntarnos:
a suspirar y a mirarnos,
      y a sonreir.
 
Porque amor casto entre dos
es colmo de las venturas,
y unirse dos almas puras
      es ver a Dios.
 
Una mano le pedí
porque en sus lánguidos ojos
y en medio a sus labios rojos
      brillaba el sí.
 
Ella, al oirme tembló,
y en mi largo tiempo fijo
su dulce mirar, me dijo
      tímida: no.
 
Pero era un no, cuyo son
pone el corazón risueño:
un no celeste, halagüeño,
      sin negación.
 
Por eso yo la cogí
la mano y con loco exceso
a imprimir sobre ella un beso
      me resolví.
 
Beso que en mi alma crié
en sueño de gloria y calma,
y que por joya del alma
      siempre guardé.
 
Puro como el arrebol
que orna una tarde de Mayo,
y ardiente como es el rayo
      del mismo sol.
 
Pero al besarla, sentí
mi labio sin movimiento,
porque un negro pensamiento
      me asaltó allí.
 
¿Quién sabe si el vivo ardor
de mi boca osada, ansiosa,
no iba a secar ya la rosa
      de su pudor?
 
¿Quién sabe si tras mi fiel
beso, otro labio vendría
que ambicioso borraría
      las huellas de él?
 
¿Quién sabe si iba el desliz
de mi labio torpe, insano,
a volver su mano, mano
      de meretriz?
 
Mano asquerosa, infernal,
para el alma del poeta:
que sufre el beso y aprieta
      el vil metal.
 
Así pensé... y fuime en paz,
dejándola intacta y pura:
y lágrima de dulzura
      bañó mi faz.
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