De noche en fresco jardín
sentado estaba a par de ella:
yo joven: joven y bella
mi serafín.
Hablábamos del negror
del cielo augusto y sin brillo,
del regalado airecillo,
y del amor.
Hablábamos del lugar
en que primero nos vimos,
y sin querer nos pusimos
a suspirar.
A suspirar y a sentir
gozo en volver a juntarnos:
a suspirar y a mirarnos,
y a sonreir.
Porque amor casto entre dos
es colmo de las venturas,
y unirse dos almas puras
es ver a Dios.
Una mano le pedí
porque en sus lánguidos ojos
y en medio a sus labios rojos
brillaba el sí.
Ella, al oirme tembló,
y en mi largo tiempo fijo
su dulce mirar, me dijo
tímida: no.
Pero era un no, cuyo son
pone el corazón risueño:
un no celeste, halagüeño,
sin negación.
Por eso yo la cogí
la mano y con loco exceso
a imprimir sobre ella un beso
me resolví.
Beso que en mi alma crié
en sueño de gloria y calma,
y que por joya del alma
siempre guardé.
Puro como el arrebol
que orna una tarde de Mayo,
y ardiente como es el rayo
del mismo sol.
Pero al besarla, sentí
mi labio sin movimiento,
porque un negro pensamiento
me asaltó allí.
¿Quién sabe si el vivo ardor
de mi boca osada, ansiosa,
no iba a secar ya la rosa
de su pudor?
¿Quién sabe si tras mi fiel
beso, otro labio vendría
que ambicioso borraría
las huellas de él?
¿Quién sabe si iba el desliz
de mi labio torpe, insano,
a volver su mano, mano
de meretriz?
Mano asquerosa, infernal,
para el alma del poeta:
que sufre el beso y aprieta
el vil metal.
Así pensé... y fuime en paz,
dejándola intacta y pura:
y lágrima de dulzura
bañó mi faz.