José Jacinto Milanés

El mendigo

La casa de baile muy bella lucía:
todo era cortina y luces y espejos,
y damas vistosas entrando a porfía
y música dulce sonando a lo lejos:
el vals bullicioso llevaba girando
los talles gallardos de vírgenes mil;
y la edad madura gozaba, mirando,
las frescas escenas de su antiguo abril.
 
La vista atractiva de un mundo risueño
que se odia y halaga, se adora y detesta,
que irónico alaba y encubre su ceño,
crujiendo pomposo sus ropas de fiesta:
la voz de la flauta poética, hermosa,
y tantas beldades y alborozo tal
llevaron mi planta veloz como ansiosa
(aún era yo joven!) al fúlgido umbral.
 
Alegres mancebos entraban conmigo,
cuando al ir entrando, tendida a nosotros
la pálida mano de anciano mendigo
pidiónos limosna, negada por otros;
pero aunque mil ayes el mísero exhala
y en su faz el lloro del hambre se ve,
la turba de mozos lanzóse a la sala,
y una carcajada su limosna fue.
 
Hecho ya al idioma cruel del agravio,
me mira el anciano y ante mí se pone,
mas yo, vergonzoso, con trémulo labio,
le di como todos mi estéril “perdone”.
Con la luz vecina de alegres arañas
dos lágrimas nuevas le vi derramar;
y al irse el mendigo, clavó en mis entrañas
el dardo profundo de un triste mirar.
 
Entré: la gran sala toda era hermosura,
que en carros lucidos al baile llegaron,
y a todas acaso sus mil desventuras
contó el hombre pobre, mas todas pasaron.
Y ostentaban todas, que era fácil verlas,
sus perlas, sus trajes, como hace una actriz,
sin ver que brillaban sus nítidas perlas
cual lágrimas tristes de un hombre infeliz.
 
Inmóvil en tanto, serio y pensativo,
quedé a los umbrales de la alegre sala,
temblándome el pecho, sin ver el motivo,
como hombre que acaba de hacer cosa mala.
Si acaso pasaba riendo un amigo,
creía escucharle que hablaba de mí:
ved: ese no tuvo que darle al mendigo
y viene a reírse y a danzar aquí.
 
Turbada mi mente de culpa tan grave,
quise, oculto en sitio más solo y sombrío,
que echase de mi alma la flauta suave
las nieblas confusas de aquel desvarío;
pero estando oyendo yo meditabundo,
noté, dominado por fatal esplín,
que el ¡ay! del mendigo sonaba profundo
por entre las voces de flauta y violín.
 
Y aquel hombre triste se pintó en mi mente
hasta que el cansancio disipó la fiesta;
por calles torcidas, oscuras, sin gente,
susurró en mi oído cláusula funesta:
se grabó en mi espejo: se sentó en mi silla:
de mi cabecera tomó posesión:
y la mano neqra de la pesadilla
la apoyó tres veces en mi corazón.
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