José García Nieto

La hora undécuima

En la sombra sin nadie de la plaza,
la espalda de la amada y su silencio;
en la sombra sin nadie de la plaza,
aquel niño de Batres, mudo y quieto;
en la sombra sin nadie de la plaza,
mis hijos, solos, vadeando el sueño...
 
Y han pasado las horas, y las luces
distintas; los videntes y los ciegos
han pasado –la plaza está vacía–;
los torpes han pasado, y los despiertos,
y los del pie descalzo y la sandalia
rota; los de la cera, los del fuego,
los de la miel, los del dolor pasaron...
 
La plaza, sola. Un hombre, solo, en medio.
Del señor que llamaba, apenas queda
una huella levísima en el suelo.
Se detuvo en la arena como si algo
le faltara. Miró a su espalda. Luego
llamó otra vez. Y otra. Y todavía
otra. Pero ya nadie oía; pero
nadie abrió los balcones, las ventanas,
las torpes barricadas de su encierro.
 
El hombre, el hombre, qué delgada ruina,
qué abdicación, qué torre sin cimiento,
qué nube hacia otras nubes deshilándose,
qué carbón imposible hacia otro fuego.
El hombre, el hombre, el hombre, el hombre, el
                                                         hombre
qué redoble de letras en un cuero
rajado, qué bandera mancillada,
qué cristal defendiéndose en el cieno,
qué fuerza para nada, contra nada,
qué rama malherida por el viento,
qué triste perdidizo en la tristeza,
qué soledad en soledad naciendo...
El hombre, el hombre, todavía el hombre;
yo, el hombre, ya lo he dicho; yo, en el miedo
de un bosque, en las fronteras de una isla
—el agua junto al pie, y el alma al cuello—;
yo, el hombre, sí, yo mismo, yo, más solo
que tú, hombre como yo; tanto o más lejos
de la verdad que tú, o acaso menos,
o acaso más...
                       Oh, qué torpeza el hombre;
oh, qué locura el hombre; oh, qué destierro,
qué cueva sin salida, qué raíces
sucias de tierra, qué turbión, qué dédalo,
qué picador en lo hondo de una mina
sin la luz encendida del minero...
 
El hombre, yo, lo he dicho ya, creía
que siempre habría más, que habría tiempo
para más. ..¿Para qué, niño de Batres?
¿Para qué que no sea tu silencio
junto al pan en la tarde; con tus ojos
volcados en la nada, en Dios inmersos?...
El hombre, yo, junto al girar del cántaro,
que busca sin descanso, aquí, en el centro
de la plaza, a la orilla del arado,
o en el arado mismo, junto al hierro
resplandeciente de la vertedera,
¿está definitivamente ciego?...
 
Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres;
tócame por si no estoy bien despierto.
Soy el hombre, ¿me ves?, soy todo el hombre.
Mírame Tú, Señor, si no te veo.
No hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza
que la que Tú me des, ni hay otro empleo
mejor que el de tu viña...
                                 Pasa...
                                           Llama...
Vuelve a llamarme...
                             ¿Qué hora es? No cuento
ya bien. ¿Es la de sexta?, ¿la de nona?,
¿la undécima? ¿O ya es tarde?
                                Pasa...
                                           Quiero
seguir, seguirte...
                           Llama. Estoy perdido;
estoy cansado; estoy amando, abriendo
mi corazón a todo todavía...
Dime que estás ahí, Señor; que dentro
de mi amor a las cosas Tú te escondes,
y que aparecerás un día lleno
de ese amor mismo ya transfigurado
en amor para Ti, ya tuyo. ..
                                               El ciego,
el sordo, anda, tropieza, vacilante,
por la plaza vacía.
                                        Ya no siento
quién soy. No me conozco...
                               ¡Grita! ¡Nómbrame,
para saber que todavía es tiempo!...
Hace frío...
                 ¿Será que la hora undécima
ha sonado en la nada?...
                                   Avanzo, muerto
de impaciencia de estar en Ti, temblando
de Ti, muerto de Dios, muerto de miedo.
 
Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,
el barro que dejaste en el misterio.
Préféré par...
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