Ese dedo de Dios, eternamente
acercándose al hombre –y no lo toca–,
ese soplo encendido de su boca
que da sentido a un torso y a una frente,
ese ser poderoso y derribado
que recibe la llama de la vida
en la carne, de amor estremecida,
en el barro, de amor humanizado,
no son tuyos; no has sido tú el maestro,
ni el creador, ni el oficiante diestro;
no era tuya la mano que pintaba.
Eras el obediente y conducido.
Dentro de un paraíso, aún no perdido,
también a ti el Señor te señalaba.