Hoy he tomado el barro de la palabra en frío;
su piel ya me conoce; poco a poco, temblada
por mi caricia, vibra, responde a la llamada
de la costumbre. Toco. Me adueño de lo mío.
Penetro en la palabra. Las orillas del río
me acogen, me conducen, y se siente creada
la mano creadora... ¿Vive la enamorada
mi amor, o me amenazan su ocaso y su extravío...?
¡Qué torpe es el amante, qué ciega su porfía!
No dice la palabra lo que ayer le decía.
O sí: dice lo mismo, miente lo mismo, inventa
lo mismo... «¡Calla, calla...!», le increpa. Y luego llora
su soledad. Y vuelve. Y, arrastrándose, implora:
«Quiero morir tocando tu barro, aunque me mienta».